Paredes que hablan: la vida oculta de las víctimas de la violencia de género
- Cuatro paredes cuentan las historias de cuatro familias destrozadas
- La muestra apela a la implicación del ciudadano en una realidad desconocida
Patricia C. Serrano
"En casa tuvimos que esconder los cuchillos porque cada vez que los niños veían uno, nos querían explicar que fue así cómo su padre mató a su madre. Si caía agua al suelo, era sangre; si veían un charco, era sangre. Todo para ellos era sangre". La voz de la hermana de Alicia brota de una pared pintada de verde de la que pende una canasta infantil de plástico y un corcho con fotografías de perros. Sólo es necesario pegar la oreja a la superficie para entrar en la habitación que una vez cobijó a Carlos, Juan y Celia, antes de que su padre asesinara a su madre asestándole 30 puñaladas delante de ellos.
Las paredes son los testigos mudos de las vidas de los menores y las familias que se hicieron cargo de ellos después de que la violencia de género se llevara por delante sus hogares. Sobre esta idea orbita la muestra "Paredes que hablan", desarrollada por la Fundación Mujeres, el Fondo Becas Soledad Cazorla y la colaboración de Adif, que ha cedido la estación de Atocha para levantar cuatro habitaciones, cuatro hogares de cuatro familias destrosadas por la violencia doméstica procedentes de Vigo, Madrid y Tenerife. Sus historias son reales, sus nombres, no.
"El objetivo es mejorar el conocimiento de todas las personas sobre la realidad cotidiana que viven las víctimas, las directas y las indirectas", explica Marisa Soleto, directora de Fundación Mujeres, quien insiste en que "conocer el problema forma parte de la solución". Tras un asesinato -ya van 43 mujeres asesinadas en 2018-, los ciudadanos quedan sobrecogidos por el horror del hecho, pero la imposibilidad de conocer qué sucede media hora después, dos días después o diez meses después del crimen cava un enorme vacío sobre la realidad de los que quedan. De las abuelas, las tías o los hermanos que se encuentran con unos menores a los que sacar adelante, sin ningún tipo de ayuda reconocida.
La exposición -puede visitarse hasta el 1 de diciembre-, situada en el corazón de la estación de Atocha, acerca los testimonios más íntimos de aquellos marcados por el dolor para el resto de sus vidas. Lo hace con cuatro paredes, entre las que vivían Carlos, Juan y Celia, pero también Marta o Pedro y Luis, que invitan al paseante a acercarse a ellas y a conocer su desolador secreto.
Estos muros buscan la implicación del otro, del ajeno que escucha a través de ellos gracias a un curioso sistema tecnológico que se activa con el contacto de la oreja, de la misma manera que las familias víctimas de la violencia de género necesitan de la participación de toda la sociedad para poder rehacer sus vidas. "A estos niños hay que integrarlos en la sociedad, que la sociedad se haga responsable de ellos, que se dé cuenta de los problemas que tienen", reclama Joaquín Tagar, promotor del Fondo Becas Soledad Cazorla, cuya lucha radica en ofrecer oportunidades a los niños huérfanos por la violencia sexista para continuar su desarrollo. Sus problemas se acumulan en una gruesa lista. Además de afrontar el trauma de haber perdido a la persona que más querían de modo violento, en ocasiones presenciando el asesinato, los menores se ven forzados a una nueva realidad que incluye el estigma social, la pobreza y falta de recursos, las batallas judiciales por que sus padres dejen de tener derechos sobre ellos y el terror de encontrarse un día sueltos a los hombres que mataron a sus madres.
"El sentimiento más duradero es la soledad en la que te encuentras. El duelo no pudimos hacerlo cuando tocaba..." Habla el hermano de la madre de Marta, asesinada de un tiro mientras dormía. Su historia continúa en la pared amarilla de la que cuelga un caballo rosa con bombillas. Sólo tienes que acercarte a ella.