Sociedad
Isabel Pantoja, Maria José Campanario y Ortega Cano, ¿la nueva casta de los intocables?
Un observador de esta realidad compleja que es nuestro país me hacía ver recientemente un fenómeno curioso y, por varias razones, preocupante y descorazonador: algunos personajes de la farándula de esos que sobresalen en los programas llamados del corazón, y que se convierten por ello mismo en asombrosos prototipos dignos de imitación a juicio de desorientadas muchedumbres, están siendo acusados de graves delitos, sin que ello les reporte el reproche social contundente que supuestamente habrían de merecer.
Tres de esos personajes -hay más- son la tonadillera Isabel Pantoja, la esposa de un afamado torero María José Campanario y el torero José Ortega Cano. Pantoja, novia que fue del atrabiliario sucesor de Jesús Gil en la alcaldía de Marbella, asistió al descarado expolio de las arcas marbellíes con reprobable pasividad, si no participó en él como piensa algún fiscal, que ha planteado ya la correspondiente acusación. María José Campanario ha sido ya condenada en primera instancia por haber participado en un fraude al Estado relacionado con la Seguridad Social, y José Ortega Cano provocó presuntamente un accidente de circulación en el que resultó muerta una persona cuando triplicaba el límite de alcoholemia y rebasaba en mucho la velocidad permitida.
Los tres no sólo no han muerto socialmente, como parecería lógico si existiera una razonable escala de valores congruente con los principios que decimos alentar, sino que continúan suscitando la curiosidad de las gentes, siguen comerciando con su imagen y son tratados en público con esa reverencial obsequiosidad que reciben los personajes de alcurnia.
La tradición del pícaro
En nuestro país, existe una arraigada tradición literaria de exaltación del pícaro que, evidentemente, está vinculada a nuestro secular modo de ser, a una tradición de supervivencia a medio camino entre la necesidad y la trascendencia, entre la caballerosidad y la infamia, entre lo sublime y lo ridículo. El propio Quijote, el personaje que nos compendia y nos engloba con más fidelidad, es un gran homenaje a la picaresca. Sin embargo, este país ha avanzado mucho, se ha hecho culturalmente europeo (África ya no empieza en los Pirineos), por lo que hubiera cabido imaginar que hubiésemos podido cultivarnos también en los valores. Y no es así: nuestros paradigmas, nuestros mitos son una exaltación descarnada de la cutrez intelectual, de la elementalidad rampante, de la vulgaridad más atrabiliaria. Belén Esteban es el prototipo.
La cuestión no tiene sin embargo enjundia estética exclusivamente: se puede entender cierta inclinación morbosa y espontánea hacia este tipo de personajes, pero es dramático que en treinta años de democracia no se haya podido construir una ética en este país. El defraudador tiene prestigio, el corrupto que se adueña del dinero de todos no recibe apenas castigo en las urnas, y nuestros personajes familiares en el audiovisual son delincuentes. ¿Cómo podrá excluirse a los venales de la ceremonia política si en realidad somos tan comprensivos con los delitos de nuestros principales referentes sociales?
Políticos demasiado normales
Ortega y Gasset, que nos conocía bien, distinguió en un ensayo genial las virtudes pusilánimes de las virtudes magnánimas en el haber de nuestros políticos. Aquéllas son las comunes del vulgo; éstas definen pasiones excelsas que sólo unos pocos, los auténticos estadistas, pueden mostrar. "Cabe no desear -escribió- la existencia de grandes hombres, y preferir una Humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas?".
Ese político dotado sería exaltado por Ortega, pero no equiparado al superhombre nietzscheano: el filósofo lo vería como "un magnífico animal, una espléndida fisiología". Aquí tampoco seguimos esta pauta: nuestros políticos más acreditados son desesperantemente normales, gentes comunes a las que nadie dudaría en invitar a cenar para mantener una conversación trivial?
En definitiva, nuestros valores, nuestro criterio, están pautados conforme a normas rudimentarias y poco refinadas. Y que nadie busque la culpa de nuestras preferencias en la televisión-basura porque la relación es la contraria: la televisión basura, que por supuesto encumbra a Pantoja, Campanario y Ortega Cano, es la consecuencia y no la causa de nuestro gusto soez y sin cultivar.
La solución
¿Y eso cómo se corrige? ¿Cómo se puede refinar un país? La respuesta es fácil y difícil a la vez: un cambio educacional, un esfuerzo por cambiar nuestra cultura es la única receta. Que aquí, por supuesto, tampoco nos interesa demasiado.