¿Medidas ambientales competitivas?
Todos los estados, ricos y pobres, se han comprometido a diseñar, durante este trimestre, medidas ambientales con vistas a alcanzar un acuerdo internacional contra el calentamiento global en diciembre; empero, no hay receta para maximizar sus efectos económicos positivos y evitar que perjudiquen la competitividad.
La última cumbre internacional contra el cambio climático, celebrada en Lima el pasado mes de diciembre, se cerró con el compromiso de todos los Estados, incluidos los que están en vías de desarrollo, de reducir sus emisiones de efecto invernadero. Hasta ahora, los Estados pobres rechazaban contribuir al esfuerzo global apelando a la responsabilidad histórica de los países ricos -suya es la mayoría del CO2 emitido desde la revolución industrial- y al impacto negativo que tendrá para sus débiles economías la introducción de medidas de protección ambiental.
Los países ricos han reconocido la validez de esos argumentos y por eso el Protocolo de Kioto, firmado en 1997, se diseñó para que sus medidas vinculantes afectaran únicamente a los países desarrollados. Sin embargo, en las dos décadas que han transcurrido desde entonces, el crecimiento experimentado por los países emergentes ha sido tan importante que algunos ya son emisores de CO2 de primer orden, como China o India.
Por eso, si todavía existe la posibilidad de que el planeta no se caliente por encima de 2º centígrados, conseguirlo pasa inevitablemente porque todos los países, no sólo los ricos, adopten un modelo productivo sin emisiones de carbono.
Hojas de ruta con medidas ambientales
Ante esa realidad incontestable, los 195 países presentes en la Conferencia de Lima -denominada COP 20- se han comprometido a elaborar una relación de las medidas que están dispuestos a adoptar cada uno para frenar el calentamiento, con vistas a alcanzar un acuerdo global vinculante en la COP 21 que se celebrará el próximo diciembre en París. China, que se ha opuesto públicamente a hacer cosa alguna hasta 2030, calló a última hora y permitió que se alcanzase el acuerdo, al menos sobre el papel.
Esas hojas de ruta nacionales -la UE remitirá el compromiso unilateral de los Venitocho de reducir un 40 por ciento de sus emisiones de CO2 en 2030 de forma conjunta- deberían estar listas al acabar este primer trimestre.
La ONU será la encargada de ensamblar todas las propuestas y obtener la imagen del esfuerzo que estamos dispuestos a hacer globalmente; tendrá de plazo para componerla hasta el mes de noviembre, en que se divulgará, apenas un mes antes de la crucial cumbre de Paris.
Así pues, es de esperar que todos los Gobiernos -incluidos los de países en los que el cambio climático no es una prioridad en absoluto, como Nepal, y países que se juegan la subsistencia, como algunas islas del Pacífico- estén diseñando las medidas que están dispuestos a aplicar. Y, naturalmente, quieren hacerlo sin dañar su competitividad económica.
Pocos estudios realmente válidos
Las políticas ambientales existen desde la década de 1970, con lo que podría pensarse que hay una abundante información acerca de sus resultados, es decir, que las experiencias prácticas están suficientemente analizadas. Sin embargo, no es así.
Los responsables estatales de diseñar las hojas de ruta contra el calentamiento tienen a su disposición una documentación ingente, pero poco fiable. Muchos de los estudios que analizan la relación entre la competitividad económica y las medidas ambientales se centran en aspectos demasiado concretos -lo que impide analizar numerosos efectos indirectos, tanto positivos como negativos- y están sesgados porque responden a las presiones de los actores económicos afectados. Además, la inmensa mayoría de los análisis se centran en los países ricos.
Así puede leerse en el reciente informe The impacts of environmental regulations on competitiveness, del Grantham Research Institute -ligado a la London School of Economics-, y del coreano Global Green Growth Institute, que se han preocupado de revisar un centenar de estudios sobre el efecto de las políticas ambientales en la competitividad.
La economía tradicional interpreta que las regulaciones ambientales añaden costes a las empresas y reducen sus opciones de competir frente a otras empresas no afectadas por dichas regulaciones. Hay una visión alternativa, que afirma que las regulaciones ambientales disparan la innovación en tecnologías limpias, con lo que ayudan a conseguir liderazgo tecnológico y propician un mayor crecimiento de la economía. Lo habitual es que las valoraciones de las políticas ambientales se centren en uno u otro enfoque, mirando unos indicadores u otros, según convenga, pero sin ofrecer una visión global.
Positivo y negativo para la competitividad
Por ejemplo, analizando el efecto de la legislación norteamericana sobre aire limpio (Clean Air Act, 1970), un estudio indica que la productividad de las industrias afectadas cayó un 4,8 por ciento; otro que costó 5.400 millones de dólares; otro que esa cantidad es dos órdenes de magnitud menor que los ahorros obtenidos en salud; otro que gracias a las barreras de acceso que introdujo la normativa -construir una cementera pasó a costar el doble-, las plantas afectadas se vieron libres de nueva competencia... Tratando de arrojar luz, el informe citado llega a varias conclusiones muy interesantes. Algunas de ellas son:
Las normativas ambientales pueden reducir el empleo y la competitividad de los sectores más emisores y contaminantes, pero en pequeñas proporciones y dependiendo de otros condicionantes más amplios, como la flexibilidad laboral y el entorno del mercado.
En el plano empresarial está claro que la innovación introducida por las normas ambientales no compensa la pérdida de beneficios provocada por el aumento de costes. Sin embargo, esa innovación termina teniendo un efecto beneficioso superior sobre el conjunto de la economía.
Hay un problema mayor cuando las normas ambientales no son homogéneas, propiciando que las empresas huyan de las legislaciones más restrictivas y se deslocalicen para asentarse en lugares con normas laxas. Para evitarlo se suelen introducir excepciones, como las del Mercado de Carbono de la UE, que regala los Derechos de Emisión.
En cualquier caso, las medidas ambientales deberían adoptarse sector a sector, y contando con los tres planos de la competitividad: el empresarial, el sectorial y el estatal.
100.000 millones al año para ayudar a los pobres
Para ayudar a los países pobres a afrontar el coste de adoptar una legislación ambientalmente restrictiva, existe el compromiso internacional de invertir 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020, y hay un Fondo Verde para el Clima que pretende ser la palanca que mueva tan fabulosos capitales; hasta la fecha ha recibido 10.200 millones de aportaciones voluntarias.
Al cierre de la Conferencia de Lima, el Fondo había conseguido 24 donantes, entre los que hay siete países en vías de desarrollo: Perú, Panamá, Colombia, México, Indonesia, Corea del Sur y Mongolia. El primer donante es EEUU, con 3.000 millones, el doble que el segundo, Japón, con 1.500. España es el decimoséptimo, con 150 millones.