Salud Bienestar
El Sol no avisa pero Teresa de la Cierva sí: es vital evitar los peligros de ese "amienemigo", un dios con bisturí
- Teresa de la Cierva nos cuenta cómo salvarnos la piel: todo lo que debemos saber sobre el bronceado
- El Sol es como un viejo amante que acaricia mientras deja heridas invisibles y cada quemadura puede ser una carta que algún día llegará
Teresa de la Cierva
En este país adicto a la luz, donde el verano comienza a insinuarse desde mayo con la sensualidad de un cuerpo expuesto al sol, conviene recordar una verdad menos poética: ese amigo dorado que adorábamos no es como nos lo contaron. Es, más bien, un amienemigo. Lo escuché en una cena, entre copa y confidencia: un término perfecto para nombrar a quien queremos cerca, aunque nos haga daño. Eso es el sol: un viejo amante que acaricia mientras deja heridas invisibles.
Durante siglos lo veneramos. La prensa de belleza lo convertimos en un dios, lo asociamos al placer, a la belleza, al cuerpo sano y tostado. Pero la piel, que tiene memoria de elefante, guarda rencor. Lo que hoy es bronceado, sabemos que mañana puede ser arruga, mancha o, en el peor de los casos, un lunar traicionero que se transforma en sentencia. No se trata de declararle la guerra. Sería ridículo combatir al astro que permite la vida. Pero sí es hora de cambiar el culto. Ya no vale la épica del cuerpo asándose en la playa como si cuanto más quemado, más hermoso. Ese romanticismo solar, digno de una postal de los años ochenta con olor a Nivea, ha caducado. Lo que se exhibe como salud en Instagram puede ser, en realidad, una llamada de auxilio de la epidermis. El sol no avisa. No grita. No duele al momento. Se filtra, se instala, trabaja con paciencia de relojero. Y cuando decide actuar, lo hace con crueldad quirúrgica.
Cada quemadura puede ser una carta que algún día llegará
La radiación ultravioleta no tiene poesía: es pura química destructiva que atraviesa la piel como un bisturí silencioso. Mientras tanto, las playas se llenan de cuerpos brillantes, aceitados, tumbados con fe en una deidad que castiga sin levantar la voz. Todavía algunos siguen viendo la protección solar como algo opcional, y evitar exponerse en las horas malas —esas entre las doce y las cinco— parece de débiles o de suecas demasiado prudentes. Aquí, el moreno sigue siendo estatus: prueba de tiempo libre, de viajes, de deseo satisfecho. Pero la piel no entiende de metáforas. Registra el daño. Y cada quemadura puede ser una carta que algún día llegará. Por eso urge dejar de romantizar al sol. No para vivir bajo tierra, sino para mirarlo con el respeto que se merece un dios antiguo. Agradecerle la luz, sí, pero también saber cuándo apartar la mirada. Los dermatólogos no quieren arruinarnos el verano. Solo nos piden sentido común. Sombreros, gafas, sombra, crema de amplio espectro, y evitar la sobredosis lumínica. No es un sermón, es un gesto de amor propio. Porque cuidarse del sol no es temerle, sino conocerlo. Amar el verano no es incompatible con protegerse. Como todo lo bello que fascina.