Política
El análisis | La cuestión soberanista... Sentimiento y Razón
No me opongo a buscar la forma de que los catalanes se sientan más felices, si ello es posible. Pero sí rechazo que el impulso se realice desde un nacionalismo trasnochado, al que se adivina miedo al futuro, complejo de superioridad, vestido de desdén por lo ajeno y más próximo, ignorante sobre lo que han sido y pleno de un egoísmo impúdico
A llá por 1927, justo diez años después de la primera Gran Guerra moderna y unos años antes de la II Guerra Mundial, que le vendría a dar la razón con una incomprensible expresión de la capacidad del ser humano para destruir científicamente a otros seres humanos, Julien Benda, en la Trahison des clercs se siente sorprendido ante el repliegue de los intelectuales, que olvidan los sentimientos universales y los valores imperecederos refugiándose atropelladamente en los diversos y pétreos espíritus locales, azuzando exclusivismos y enfrentamientos con los otros.
El cambio radical provocado por una Revolución Industrial desbocada facilitaba buscar la seguridad en el pasado, en las esencias, en las raíces supuestamente inalterables o la esperanza en ideologías que prometían la consecución de un nuevo hombre, de una nueva sociedad, ajena a las injusticias, a la explotación del hombre por el hombre y a la miseria. Todos sabemos cómo acabaron aquellos experimentos redentores.
Y pudiera parecer que a pesar de los errores y horrores provocados por los nacionalismos, mantuvieran una fuerza incomprensible para los que abrazamos la razón como método y base para organizar la convivencia de los seres humanos, para quienes admitiendo inclinaciones generales de grupos nacionales, siempre impuestos por minorías y consolidados por la costumbre, el tiempo y la educación, rechazamos servidumbres sentimentales originadas por las fuerzas telúricas de la nación sacralizada; para los que igualmente nos oponemos a la supremacía totalitaria del conjunto sobre el individuo, a la derrota de la sociedad frente al pueblo, erigido en un todo apremiante que domina la voluntad individual y oculta los diversos conflictos de una sociedad dinámica, que contrasta con sociedades esclerotizadas, que por miedo al futuro abrazan irracionalmente un pasado fantasmagórico -todos los nacionalismos se desencadenan por miedo o ignorancia-.
El pesimismo europeo
Aumenta la desolación cuando en la Europa del Este se enseñorean nacionalismos de origen religioso o racial, en España truena la voz cavernosa del nacionalismo catalán, justo cuando la banda terrorista ETA ha sido derrotada, y la UE aparece paralizada por nacionalismos de naturaleza económica, viéndose obligada una vez más -como se ha comprobado durante los acontecimientos encadenados en el norte de África, que tan vaporosa como inexactamente hemos venido a denominar La primavera árabe- a asumir las responsabilidades que debería poder ejercer por su importancia económica, cultural y política. La escalada electoral de partidos extravagantes en países como Francia no hace más que incrementar el pesimismo.
Si el cambio revolucionario de la industrialización del siglo XIX, precedida por la Revolución Francesa, fue un abono fecundo para un nacionalismo amparado en el miedo a un presente desconcertante y a un futuro incomprensible -al romperse una regla de oro secular que hacía del futuro una prolongación del pasado, manteniendo, por encima de guerras entre diferentes reinos o credos, invariable la vida cotidiana mayoritariamente encadenada a la tierra-, los cambios de las nuevas tecnologías, también revolucionarios aunque todavía no nos demos cuenta cabal de ello, que han conseguido desvirtuar la definición clásica de referencias como el tiempo y el espacio, indudablemente provocarán alteraciones defensivas, con el pasado y la nación como estandartes.
Pero, como ha sucedido muchas veces en la historia de la humanidad, las cosas no son lo que parecen y las dinámicas profundas en ocasiones contradicen los aspectos aparentes de la realidad. Los nacionalismos son un débil valladar frente a las poderosas fuerzas de la globalización; habrá retrocesos, no sabemos el dolor y el esfuerzo que serán necesarios para que esa evolución inevitable se consolide. Es más, no es difícil predecir, en contra de optimismos antropológicos tan irracionales como los nacionalismos, que el conflicto, la tensión no desaparecerá.
Pero lentamente, con contradicciones, la consolidación de la razón como fuente de reglamentación de la conducta humana y de los conflictos sociales seguirá abriéndose camino. Tal vez para la frustración de quienes pensamos así -lo hará manteniendo un alto nivel de contradicción y conflicto, imprescindible por otro lado para seguir avanzando y no terminar como la mujer de Lot-, suceda de la manera menos probable, como nunca nos hubiéramos imaginado.
La felicidad de los catalanes
Por todo lo dicho no me opongo a buscar la forma de que los catalanes se sientan más felices, si ello es posible. Pero sí rechazo que el impulso se realice desde un nacionalismo trasnochado, al que se adivina miedo al futuro, complejo de superioridad, vestido de desdén por lo ajeno y más próximo, ignorante sobre lo que han sido y pleno de un egoísmo impúdico que se palpa mejor en estos momentos de crisis económica. Y, ¡cómo no!, rechazo que se haga de espaldas a la voluntad popular de todos los concernidos y a la ley; es decir, que no se haga democráticamente.