Política
El análisis: Sinde debe dimitir
El Congreso ha decidido: la Ley Sinde que permitiría cerrar páginas web por vulnerar derechos de propiedad intelectual y que fue incluida como por casualidad en la Ley de Economía Sostenible, ha sido rechazada. Todo el empeño de la ministra González-Sinde no ha sido suficiente como para convencer a los diputados. Ahora, que va a hacer Sinde... ¿dimitir?
El "buen criterio" de los grupos parlamentarios al que hacía mención Sinde esta tarde ha mostrado que poco tiene que ver con el de la ministra y así se lo han hecho saber. Un fracaso absoluto de gestión que en un país normal debería acabar en dimisión.
La revolución de la Red
Internet ha revolucionado las industrias culturales en todo el mundo, ya que la Red permite la copia y el intercambio de productos con suma facilidad. Y frente a ello, estamos asistiendo a una combinación de soluciones: de proscripciones de toda índole (que a menudo son limitaciones tan voluntaristas como poner puertas al campo) y de meritorios esfuerzos de adaptación.
España es uno de los países más vituperados por la comunidad internacional por el alto volumen de descargas ilegales de contenidos protegidos por derechos de autor. La industria cinematográfica americana, en concreto, nos ha llenado reiteradamente de reproches por esta causa. Y nuestra ministra de Cultura ha utilizado el nombre de Obama ?no sabemos si en vano- para respaldar su posición.
El Gobierno, por su parte, consciente de la insoluble contradicción entre las presiones de todo tipo provenientes de las industrias culturales y la voluntad mayoritaria de los internautas, dispuestos a defender con uñas y dientes la libertad de la Red, ha optado por intentar una solución aparentemente poco dañina para poner coto al abuso: una norma que posibilite el cierre de las webs de descargas, mediante las cuales se obtienen actualmente la inmensa mayor parte de los contenidos ilegales.
Obviamente, estas páginas no pueden alardear en absoluto de defender valores puesto que están mantenidas por empresas con afán de lucro que se nutren del esfuerzo ajeno para obtener beneficios ilegítimos. De ahí que la fuerte oposición de los internautas a las medidas restrictivas no se deba a interés alguno por salvaguardar estas páginas sino a una cuestión de principios: la libertad de circulación e intercambio de ideas y contenidos es la esencia de Internet, y cualquier limitación que se imponga atenta contra los fundamentos de una Red que sustenta la globalización.
Esta posición radical es quizá excesiva y, desde luego, opinable. En democracia, las libertades no son ilimitadas puesto que lindan entre sí y deben mantenerse en equilibrio unas con otras. Sin embargo, lo cierto es que, aunque se proscriba y se persiga la explotación comercial fraudulenta de descargas de contenidos, no se habrá puesto ni mucho menos coto al problema, que es sencillamente insoluble sin un previo cambio de mentalidad.
En efecto, Internet, fundamento de la globalización, ha construido una realidad irreversible a la que deben acomodarse todos los actores, y no al contrario. Las industrias audiovisuales, en concreto, no podrán jamás desenvolverse en el futuro como si este cambio no se hubiera producido. Y su supervivencia dependerá de su capacidad de acomodarse a las nuevas condiciones del mercado. En el mundo de la música, en el que obstinadamente algunas compañías siguen pretendiendo vender sus CDs físicos a precio de oro, ha comenzado a abrirse un vasto campo virtual que rinde ya cuantiosos frutos. Y el mundo del cine ha comenzado a alquilar derechos de visión en streaming de las películas actuales, a las que se accede vía ADSL, de forma que el pirateo deja de resultar rentable.
En definitiva, las industrias culturales no sobrevivirán si no se reconvierten y se adaptan a la gran mudanza, de la misma manera que el audiovisual clásico tampoco sobreviviría si no tuviera en cuenta la irrupción de Internet, que ha cambiado los viejos presupuestos de la comunicación en general y del multimedia en particular. Las instituciones públicas pueden y deben facilitar el tránsito de la vieja era a los nuevos tiempos, pero no oponerse a él, ni proteger más allá de lo razonable a unas empresas que están condensadas a muerte si no reaccionan con imaginación a unos retos que no tienen retorno.