Esta vez el aislamiento no puede ser la excusa
Alberto Nadal
La revolución industrial lo cambió todo. No somos conscientes del gigantesco salto que, para la humanidad, supuso la revolución industrial; es decir, la utilización de energía suministrada por la quema de hidrocarburos para mover máquinas y, de esta forma, incrementar a un ritmo sin precedentes la productividad, y, por tanto, aumentar la capacidad de crecer de las economías, la renta y el bienestar de los ciudadanos. Acudamos a las cifras para hacernos una idea de la magnitud de este cambio.
En el siglo I, allá por los tiempos de Augusto, la renta per cápita de los habitantes del Imperio Romano en su máximo esplendor estaría en torno a los 1.000 dólares actuales. Si, además, vivías en Italia o en Grecia, ésta sería algo más, en torno a los 1.400 o 1.500 dólares. 1.700 años más tarde, a principios del siglo XVIII, los países más avanzados de Europa tenían una renta per cápita de unos 2.000 dólares actuales, Francia de unos 1.700 y España de unos 1.500. Es decir, se necesitaron diecisiete siglos para doblar la renta per cápita; y eso, solo en el caso de los países más avanzados.
Es con la llegada de las máquinas cuando el proceso de crecimiento se acelera de forma exponencial. Hacia 1850, la renta del Reino Unido, primer país en desarrollar la revolución industrial, superaba ya los 4.000 dólares per cápita. Es decir, si se había tardado diecisiete siglos en doblar la renta desde el Imperio Romano, con la revolución industrial, Reino Unido la dobló en tan solo 150 años. Además, la vuelve a doblar hasta los 8.000 dólares entre 1850 y la Primera Guerra Mundial y, en los últimos cien años, la ha incrementado hasta los 40.000 dólares. Así, un ciudadano británico es hoy 20 veces más rico que en 1700. Los incrementos de renta para un ciudadano francés o alemán han sido similares.
¿Y qué podemos decir de España? ¿Cómo se ha comportado la renta per cápita española respecto a la de nuestros homólogos europeos?
España se encuentra aislada geográficamente del centro del continente europeo. La Península Ibérica es su extremo occidental y está separada del resto de Europa por una imponente cadena montañosa, muy lejos de las llanuras de los grandes ríos europeos donde se inició y expandió la revolución industrial. España, y no el Reino Unido, es la verdadera isla del continente europeo. Así, para llegar al centro de Europa desde Londres solo hay que cruzar en barco un estrecho brazo de mar; pero para llegar, desde cualquier ciudad española, al centro de Europa, hay que atravesar cientos de kilómetros y, sobre todo, cruzar los Pirineos. Algo sencillo hoy; pero no tanto a lo largo de nuestra Historia.
Esta situación geográfica ha hecho que, desde siempre, las corrientes de pensamiento europeas llegaran con retraso a España, con la excepción, quizás, de nuestro siglo de oro. Salvo en el Siglo XVI, en el que concurrieron circunstancias que no se repetirían, la renta de España, más aislada y con una agricultura más pobre que la de otras zonas menos áridas de Europa, ha sido inferior que la renta de Alemania u Holanda. Al aislamiento geográfico se añadió, en muchas etapas de nuestra Historia, un aislamiento político intencionado, para evitar que las nuevas corrientes europeas amenazaran al poder existente. Antes de la Revolución Industrial, las consecuencias de este aislamiento apenas se notaban. Entre una renta per cápita en Francia de 1.700 dólares en 1700, y una en España de 1.500 apenas había diferencia: ambas eran economías de subsistencia. Pero la renta francesa en 1850 era ya de 2.700 dólares, mientras que en España era de apenas 2.000 dólares. Y esa diferencia sí empezaba a notarse ya de forma más clara.
Es cierto que España, al igual que otros países, también ha multiplicado por 20 su renta desde 1700. Pero nunca ha logrado superar el diferencial negativo de renta inicial frente a los países más avanzados de Europa. Así, hoy España mantiene un diferencial de renta de entre el 25 por ciento y el 30 por ciento respecto núcleo central de la economía europea.
Por otro lado, no todos los países alejados del núcleo de la revolución industrial se han visto afectados por su situación geográfica. Fuera de Europa, los ejemplos de Estados Unidos y Japón son los más significativos. En 1850, la renta de EEUU era dos tercios de la renta británica; y en la actualidad, la británica es dos tercios de la norteamericana. Pero si hubo un país que venció la lejanía y el aislamiento fue Japón. En 1850, la renta per cápita japonesa era apenas de 1.000 dólares actuales. Es decir, la de la época del Imperio Romano. Pero tras una humillante derrota militar, que le obligó a abrir sus puertos al comercio, Japón realizó una auténtica revolución destinada a adquirir la tecnología y los conocimientos que le faltaban. Desde entonces, en apenan 150 años, ha multiplicado su renta por 37.
De todo lo anterior, aprendemos que el aislamiento es una barrera, pero una barrera que se puede romper. Países como Japón o Finlandia lo han hecho. España, sin embargo, nunca ha sabido adelantarse; de hecho, nuestro país, siempre ha llegado con retraso a los cambios tecnológicos que se han producido en los últimos 200 años. Pero ahora, con la actual revolución digital, tenemos una gran oportunidad de incorporarnos a tiempo a la misma y de cerrar ese persistente diferencial de renta. La era digital elimina la distancia. Precisamente consiste en eso, en la transmisión de la información de forma instantánea. La distancia en kilómetros o las barreras geográficas son indiferentes a unos datos que viajan literalmente a la velocidad de la luz. Además, la economía española se encuentra, por primera vez en su Historia, plenamente integrada en el mercado europeo y en el comercio mundial. Un retraso en esta ocasión podría ser insalvable, dada la velocidad a la que se producen los cambios en la era digital.
Para aprovechar esta oportunidad, sólo precisamos una política económica dirigida a la estabilidad y al crecimiento, y una apuesta decidida por la educación y la tecnología, como hizo Japón el siglo XIX. Romper el aislamiento geográfico de España ha sido siempre la seña de identidad de sus buenos Gobiernos, el nacionalismo y el proteccionismo la de los malos.