Opinión

Cuando los robots pretenden convertirse en autores

    Imagen: Getty.

    Antonio Castán

    Los derechos de autor no constituyen una disciplina que se muestre timorata ante los retos que se derivan del progreso de la técnica. Al contrario, desde la promulgación en el siglo XIX del Convenio de Berna, la propiedad intelectual se ha visto sometida periódicamente a las violentas sacudidas de las innovaciones tecnológicas.

    Con mayor o menor acierto, a remolque casi siempre de las circunstancias, la legislación sobre esta materia ha sabido moldearse para ajustar sus engranajes al devenir de los tiempos. Pero es claro que nadie estaba preparado para el tsunami que representa la 4IR con la Inteligencia Artificial y la irrupción de la robótica.

    El fenómeno es bien conocido: máquinas dotadas de inteligencia artificial que merced al uso de algoritmos y a su capacidad de autoaprendizaje pueden crear obras intelectuales sin la intervención del ser humano. Se habla de robots entrenados para escribir poesía, de novelas escritas íntegramente por un robot que llegan a quedar finalistas de premios literarios de prestigio, de cuadros pintados sin otro pincel que una programación informática, de composiciones musicales que nacen de la mente de un robot que ha podido procesar millones de melodías previas, de fotografías tomadas aleatoriamente por esos simpáticos drones y que adquieren por obra o no del azar un valor artístico indiscutible, de máquinas adiestradas para imitar obras de cualquier naturaleza, o de algoritmos que han desarrollado todas las combinaciones posibles de cuatrocientas palabras de manera que cualquier poema o texto que pudiera escribirse con ese vocabulario en el futuro infringiría inevitablemente sus derechos.

    Estas computer generated works o machine-autho- red work suscitan no pocos interrogantes a los ojos de los derechos de autor y de su régimen jurídico. Cabe preguntarse, ante todo, si puede considerarse una obra intelectual protegible aquella que no ha sido creada por una inteligencia humana. La ley española, sin ir más lejos, considera autor a la "persona natural" que crea alguna obra literaria, artística o científica. Además, para que la obra goce de protección debe ser original y la originalidad, al menos en uno de los criterios que la definen, está ligada al trazo o huella de la personalidad del autor que es posible advertir en la obra.

    Pero el robot no es más que una máquina que, hoy por hoy, carece de personalidad. Asumiendo que la obra mereciese la tutela de la propiedad intelectual, surge enseguida la pregunta de qué clase de obra se trata. Podríamos optar por encajar estas obras bajo el paraguas de los programas de ordenador, puesto que son la base esencial en que se sustentan, pero también se apunta a la creación de una categoría propia y específica, por la atipicidad de su naturaleza.

    ¿Y por que no llevar estas creaciones directamente al ámbito del derecho de patentes? No en vano en los últimos años el número de patentes relativas a la inteligencia artificial está aumentando exponencialmente en todo el mundo.

    Aun superando estos primeros interrogantes, todavía tendríamos que lidiar con la duda acerca de la titularidad del derecho. Se puede pensar en atribuir la titularidad al autor del programa de ordenador, al fabricante del robot, al comprador que lo utiliza o al propio robot.

    Desde luego, aunque suene a cómico, si se llega a reconocer alguna suerte de personalidad jurídica a los robots, en contra de cualquier lógica, nada podría impedir que se le reconociese también su condición autoral. Y este es sólo un muestrario ejemplificativo de incógnitas. A poco que se profundice en el tema, las dudas afloran en todos los frentes.

    Si hay algo claro en todo esto es que el marco normativo actual es insuficiente y que la Unión Europea está llamada a tomar la iniciativa legislativa si quiere evitar que las economías emergentes en la inteligencia artificial (Japón, Corea, China, Estados Unidos) monopolicen el ecosistema creado en torno a estos desarrollos tecnológicos e impongan concepciones del Derecho de autor no siempre anejas a la cultura occidental.

    La creación como un atributo inherente al ser humano no es un valor que goce del mismo predicamento en todos los lugares. Para muestra un botón: ya se está acuñando de forma amenazadora la expresión post-human copyright como eslogan que resume el impacto de la inteligencia artificial sobre los derechos de autor. ¡Como si no tuviésemos bastante con el copyleft!

    "Yo he be visto cosas que vosotros no creeríais", empezaba diciendo el replicante interpretado por Rutger Hauger en su memorable monólogo final de la película Blade Runner. A nosotros, comunes mortales, abogados dotados de una inteligencia de peor o mejor rendimiento, pero nuestra, que hemos visto ya no pocas cosas en la evolución del derecho de autor con el paso de los años, nos quedan por ver todavía, claro está, cosas que quizás nunca podríamos llegar a creer.