Opinión
El peligroso rumbo de Brasil
Marcos Suárez Sipmann
Luiz Inácio Lula da Silva ha sido condenado en segunda instancia por corrupción y lavado de dinero. La reputación de quien fue calificado por Obama en 2009 como "el político más popular del planeta", ha quedado definitivamente manchada. Y no es este el único obstáculo para Lula: en su contra avanzan otros nueve procesos. En el marco de uno de ellos, por tráfico de influencias, un juez le prohibió salir del país. Sólo le resta pedir el amparo del Tribunal Supremo o que los miembros de la corte de apelación accedan a aplazar la ejecución de la pena -algo que ya descartaron- para evitar que vaya a prisión.
Lula, el hombre humilde de Pernambuco que inició su carrera sindical en San Bernardo do Campo, Estado de São Paulo, y llegó a la Presidencia tras tres intentos frustrados, no está siendo juzgado por su trayectoria o su gestión presidencial. Que el fundador del Partido de los Trabajadores que desde el poder amplió los programas sociales heredados de su antecesor haya sido el centro neurálgico de una vasta práctica de corrupción es una agravante. Entre los logros del exgobernante siempre se destaca su sensibilidad social y el hecho de que "sacó de la pobreza a más de 30 millones de compatriotas". Sin embargo, es equivocado creer que repartir dinero a los pobres justifica cobrárselo a los ricos a cambio de oportunidades de negocio.
La sentencia es el punto culminante del escándalo de corrupción que sacude la política brasileña desde hace cuatro años y afecta a figuras de todo el espectro político. El fallo tiene un impacto que va mucho más allá de los efectos jurídicos. Desencadenará una batalla judicial que impedirá en Brasil todo debate programático en este año electoral. Habrá a partir de este momento réplicas en los tribunales que monopolizarán el debate político.
Si bien quedan recursos judiciales que podrían permitir su candidatura e impedir que vaya a la cárcel, esta condena puede dejar a Lula -favorito en los sondeos de intención de voto- fuera de la carrera presidencial ante la cita electoral de octubre. En concreto, estaría impedido de inscribir su candidatura por la ley de "Ficha Limpia" -aprobada en 2010, hacia el final del segundo mandato del mismo Lula-, que establece que ninguna persona condenada en segunda instancia puede postularse a un cargo público.
Es reveladora una encuesta realizada tras la sentencia por el instituto DataFolha, vinculado al diario Folha de São Paulo, que no destaca por su simpatía hacia el expresidente, y que mostró que Lula se mantiene como favorito aumentando su ventaja. Más que eso: en caso de ser inhabilitado para disputar las elecciones, el 27 por ciento de los entrevistados admiten que "casi seguramente" votarían por una candidatura respaldada por él, mientras que otro 22 por ciento dice que "muy probablemente".
Aunque puede sonar paradójico la sentencia satisface las pasiones de unos y otros. El amor y el odio incondicional. Para sus oponentes es la prueba de que Lula es corrupto. Para sus partidarios, la de que es un perseguido político.
Durante demasiado tiempo se ha impedido el surgimiento de organismos estatales y privados sólidos y de una economía competitiva y moderna. La unica excepción es el sistema judicial que de la mano del juez estrella de la investigación del Lava Jato, Sergio Moro, y otros magistrados y fiscales ha adquirido un protagonimo que en el contexto de una arquitectura institucional normal sería, quizá, excesivo.
Es cierto que la Justicia, por hechos similares o mucho peores, no ha investigado a políticos del centro y de la derecha. Esto da parte de la razón a los argumentos de Lula pero no logra desvirtuar su eventual responsabilidad por los delitos que se le imputan.
Lula sabe que el juego no es jurídico sino político. Por ello afirma ser objeto de una persecución de las elites y los grandes medios de comunicación, contra su proyecto social que beneficia a las clases menos favorecidas. Su táctica pasa así por movilizar al país y trasladar el debate a la calle. Una estrategia que domina a la perfección. Los próximos meses se anuncian turbulentos.
El flagelo de Brasil y la enfermedad que afecta a la mayor parte de su clase política se llama corrupción. Un Congreso que desde hace décadas ha venido legislando únicamente en beneficio propio. El país necesita con urgencia ocuparse del problema real: la podredumbre y el clientelismo que afectan no sólo a Lula sino también a Dilma Rousseff y al actual mandatario, Michel Temer. Si eso no ocurre con celeridad el hartazgo de la población aumentará. Se extenderá a su vez el repudio a todo el establishment. Y con ello, crecería el riesgo de buscar las, en apariencia siempre fáciles, soluciones ofrecidas por los populismos.