Opinión

La Cataluña imposible


    Antonio M. Simões Iglesias

    España se juega su futuro como Estado integral en la severa problemática, todavía no resuelta, de la autoconfiguración de Cataluña como república independiente. Los poderes públicos del Estado y sus responsables en todas sus vertientes legislativas, ejecutivas y judiciales conocen perfectamente la existencia de lo que ya se ha convertido en un conflicto político, económico y social que despliega de forma irracional todos sus tentáculos.

    Esta pretensión, jamás lograda, tiene sus antecedentes en 1640, cuando el político y eclesiástico Pau Claris, en la llamada sublevación de Cataluña, fue protagonista en el intento de situar a Cataluña bajo la soberanía del rey Luis XIII de Francia y en 1931, cuando Francesc Macià, pretendió constituir la "República Catalana", autodefinida como estado perteneciente a una "Federación Ibérica", línea seguida en 1934 por Lluís Companys, con la intención de autoproclamar un "Estado Catalán" dentro de una "República Federal Española", momentos antes de la bélica y destructiva lucha entre compatriotas, no tan lejana y tan disipada en la memoria de algunos.

    En todos esos fallidos e imposibles intentos, Cataluña nunca tuvo vocación de estado independiente, sino más bien al contrario, ya que seguiría integrada y, por tanto, dependiente de una unidad superior y soberana, llámese reino de Francia, confederación o república federal compartida, al carecer por sí misma de soberanía innata.

    En el momento presente, tanto la Generalitat catalana, como una buena parte del Parlament, anestesiando su propia Historia, han rebasado ya aquellos intentos frustrados del pasado, aspirando a convertir Cataluña, de forma autoimpuesta, en una realidad política al margen e independiente de cualquier estructura soberana, confundiendo la acción de querer con la de poder.

    Con la celebración de la irregular y asistemática escenificación del referéndum de independencia del 1-O y con las palabras no consumadas del presidente catalán Puigdemont, asumiendo primero el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república y suspendiendo, inmediatamente después, los efectos de la declaración de independencia para dialogar con el Gobierno español, como si le asaltara la duda sobre la legitimidad de ese mandato y sobre la viabilidad real de una Cataluña independiente, que se convirtiera, como consecuencia de ello, en una Cataluña imposible, nos encontramos ante una interminable e intolerable sucesión de actuaciones políticas ambiguas, impropias de un Estado soberano sólido, que han obligado incluso a su Jefe, el Rey, a comparecer en cuanto moderador del funcionamiento regular de las instituciones nacionales.

    La adopción de las iniciales medidas quirúrgicas adoptadas (detención de los responsables de la ANC y Omnium, meros instrumentos sin responsabilidad legislativa o de gobierno, comparecencia ante la Audiencia Nacional del comandante de los Mossos, simple instrumento ejecutivo de órdenes territoriales superiores o la demanda, dilatada en el tiempo, por parte del Tribunal de Cuentas del pago de más 5 millones a los responsables de la convocatoria del 9 N, como el que deberá exigir por el 1-O) se conocían sobradamente insuficientes y de menor envergadura a las tomadas, en su día, por el Gobierno Zapatero en el conflicto de los controladores en que se declaró el estado de alarma.

    Todo ha desembocado en una surrealista y admitida concesión de sucesivos plazos y prórrogas para decidir si había o no proclamación de independencia, para adoptar su práctica proclamación unilateral o sobre si procedía o no aplicar el artículo 155 de la Constitución, asumido por el Senado con las medidas anunciadas por el presidente del Gobierno español, centralizadas en el cese de todo el Gobierno catalán y la convocatoria en 6 meses de elecciones en Cataluña, pero sin explicar, intencionadamente, lo más importante de ese manido precepto, cómo se va a ejecutar el "cumplimiento forzoso" de las obligaciones constitucionales infringidas o la protección del interés general quebrado con la pretendida ruptura del Estado.

    Ocurra lo que ocurra, desde el punto de vista de la legalidad, del imperio de la Ley, hoy es efectiva formal y materialmente la vigencia del Estado soberano español, el único que existe en nuestro delimitado territorio, al estar dotado de soberanía reconocida internacionalmente, de territorio y de población.

    Esa soberanía, super omnia (sobre todo), ha de preservarse y cumplirse de forma indubitada con todos los mecanismos legales para ello, no solo recurriendo a la Constitución, sino también a la olvidada Ley 36/2015, de Seguridad Nacional o al art. 472 del Código Penal, regulador del delito de rebelión, aplicable en los casos de una derogación de facto de aquella Constitución o por una declaración de independencia de parte del territorio, para que ese todo, aquél Estado no quiebre.

    Sin embargo, y ahí está el gran conflicto sin resolver, la infructuosa pretensión histórica de alcanzar materialmente la independencia de Cataluña, sigue y seguirá latente en el proceder político de algunos responsables públicos, que si bien, se ha verificado y se verificará al margen de esa legalidad, ha tenido su dimensión política al irse consumando y tomando cuerpo poco a poco en la práctica como si estuviesen dotados de una apariencia de legitimidad.

    Esa pseudolegitimidad, que aún no ha sido desactivada, la de los actos políticos, como la concienciación de la existencia de un "problema catalán", la creación de elementos de enfrentamiento y desasosiego entre nacionales de un mismo territorio, la "orientación, adoctrinamiento y educación" de una parte de la población, desde su infancia, en la creencia artificial de hechos diferenciales, la convocatoria de sucesivos referéndums de independencia, la proclamación efectiva de independencia o incluso el desvío de la atención del problema, mediante la convocatoria de elecciones en Cataluña, seguida presumiblemente de la conformación de un parlamento y un gobierno con ideales y pretensiones independentistas, que pondría en marcha un nuevo proceso de ruptura total, es la que se seguirá pretendiendo instaurar de forma progresiva en una parte del Estado, a pesar de que tal aspiración, antes y ahora se ha demostrado imposible por las graves consecuencias políticas, económicas y sociales que dificultarían su existencia sin el todo al que ha pertenecido y pertenece.

    Mientras se toman aquellas medidas y se concede el aludido plazo de 6 meses para celebrar elecciones, lo cierto es que asistiremos a una agónica prolongación temporal de la previsible e innecesaria contienda, con el fin exclusivo de ganar tiempo por parte de los implicados, o mejor dicho perderlo, al percibirse por la inmensa mayoría de los ciudadanos la incapacidad manifiesta de nuestros gobernantes en ejercicio para adoptar de forma eficaz la mejor solución para la Nación y que nunca debería haberse trasladado a la población, cuyo único alcance es salir a las calles para alzar su voz, saturada ya de que el irresoluble conflicto centre el único debate dentro y fuera de nuestras fronteras.