Opinión

EEUU: ¿qué tiene que hacer un presidente?

    Donald Trump, presidente de EEUU. Imagen: Getty.

    Barry Eichengreen

    Donald Trump asumió el cargo con la promesa de aprobar una serie de cambios políticos radicales en EEUU. No ha tardado en descubrir, como sus antecesores, que el sistema político de ese país está pensado para evitar el cambio rápido a gran escala, interponiendo unos obstáculos institucionales formidables, desde el Congreso y los funcionarios de carrera hasta los Gobiernos estatales y los tribunales.

    Empecemos con la reforma del impuesto sobre la renta de las personas físicas. Debería ser dicho y hecho porque el presidente y los líderes republicanos del congreso se encuentran en la misma onda. El objetivo de Trump de eliminar el manoseo del Gobierno de los bolsillos de los ciudadanos, recortando el tipo marginal superior de las rentas ordinarias del 39,5 al 33 por ciento coincide a la perfección con la ideología republicana habitual, según la cual los impuestos altos penalizan el éxito y ahogan la innovación.

    Para ser políticamente viables, unos recortes fiscales importantes para los ricos tendrían que venir acompañados de reducciones por lo menos simbólicas para la clase media pero una bajada generalizada de impuestos abriría un enorme agujero en los presupuestos y animaría a los partidarios del déficit en el congreso que todavía quedan.

    Sería imaginable cerrar rendijas para que los ingresos de los recortes fiscales fueran neutros pero la rendija de uno es el subsidio de otro. Aunque haya argumentos económicos para eliminar, por ejemplo, la deducción del pago de intereses hipotecarios, imagínese los alaridos de protesta de los propietarios, incluidos muchos votantes de Trump que pidieron prestado para comprar sus casas. Piense en la reacción de los amigos de Trump en el sector inmobiliario.

    Los recortes del gasto aplacarían a los halcones del déficit y los grandes recortes de la Agencia de Protección Medioambiental, la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional y la radio nacional pública están en lo alto de la lista de prioridades republicanas pero la inmensa mayoría del gasto federal se destina a prestaciones sociales, el ejército y otras partidas consabidas de la "tercera vía" que los cargos electos pueden tocar por su cuenta y riesgo. Sencillamente, recortar ampliamente el gasto para igualar unas reducciones amplias del impuesto sobre la renta no es políticamente viable.

    Suprimir los subsidies federales de cobertura sanitaria bajo la Ley de la asistencia asequible ("Obamacare") ahorraría al Gobierno poco más de 100.000 millones de dólares al año, cerca del 3 por ciento del gasto federal. Aun así, esos subsidios se pagan en gran medida con sus propios impuestos específicos. Además, Trump y los congresistas republicanos han aprendido que reemplazar Obamacare no es tan fácil como parecía. La reforma sanitaria, como les habría podido decir Hillary Clinton, es terriblemente compleja. Cada vez está más claro que cambiará de nombre (¿apostamos por Trumpcare?) y puede esperarse que el plan republicano, si prosperara, abarcará a menos gente pero sustancialmente seguirá siendo igual en gran medida.

    Dado que los impuestos corporativos son menos importantes en términos de ingresos federales globales, el recorte de impuestos no plantea una amenaza comparable para el equilibrio presupuestario. De todos modos, no hay un acuerdo entre el congreso y el gobierno de Trump sobre la forma que deberían adoptar esos recortes.

    El portavoz de la cámara, Paul Ryan, y otros favorecen pasar a un ajuste fiscal fronterizo que grave los flujos corporativos de capital independientemente de dónde se fabriquen los bienes vendidos por empresas de Estados Unidos, con la exención de las exportaciones. Otros, como el secretario del Tesoro Steven Mnuchin, son manifiestamente escépticos. Una parte importante del electorado empresarial de Trump (minoristas dependientes de las importaciones como Target y Walmart) se muestran activamente hostiles. Acordar un plan no va a ser fácil.

    La otra propuesta bandera de Trump es un programa de infraestructuras de un billón de dólares. La iniciativa se dará de frente con problemas de déficit y choca fundamentalmente con el escepticismo republicano sobre el gobierno a lo grande y en concreto sobre la capacidad del sector público para desarrollar planes de inversión eficientemente. Trump querrá poder apuntar a varios proyectos de la casa (y su muro fronterizo con México) pero cualquier gasto nuevo federal en infraestructuras será probablemente más simbólico que real.

    ¿Qué puede hacer un presidente impaciente, frustrado y acorralado por todas partes? Primero, Trump se centrará en el conjunto de políticas económicas que un presidente puede apoyar sin la cooperación estrecha del congreso, a saber, las relacionadas con el comercio. Puede invocar la Ley de expansión comercial de 1962 que restringe las importaciones esgrimiendo que amenazan a los "intereses materiales" de EEUU. Puede invocar la Ley de poderes económicos y emergencia internacional de 1977, basándose en que la pérdida de empleo en México y China abrirá una crisis económica. Incluso puede invocar la Ley de comercio con el enemigo de 1917 sobre la base de que EEUU posee fuerzas especiales activas en Oriente Medio.

    Segundo, Trump responderá, como cualquier populista, tratando de distraer la atención de su fracaso a la hora de entregar los bienes económicos. Para ello tendrá que dirigir su ira y la de sus seguidores hacia terceros, ya sean enemigos internos como la prensa, la comunidad de inteligencia y Barack Obama, o adversarios externos como el Estado Islámico o China. No sería la primera vez que un político utiliza una cruzada política nacional o una aventura extranjera para desviar la atención de sus fallos económicos.

    Conocemos su tendencia a atacar verbalmente a posibles enemigos nacionales e internacionales y sabemos que ese estilo agresivo es el modus operandi de altos asesores de la Casa Blanca, como Stephen Bannon y Stephen Miller.

    Podemos esperar que prevalezca la sangre fría pero, dadas las restricciones para implementar su agenda económica, cuesta ser optimista.