La mala imagen de los políticos
El Gobierno, que está embarcado desde hace meses en la tarea de sacar adelante una plausible Ley de Transparencia, cada vez menos ambiciosa a medida que avanza el anteproyecto, se muestra preocupado por la mala imagen de la clase política y por el alza incesante de la desafección hacia lo público, en general, y hacia los partidos, en particular.
En efecto, además de ser la mala calidad de la política la principal preocupación no económica de los ciudadanos según el CIS, otros indicadores simples alertan sobre la desafección de la sociedad civil con respecto a su clase política: la valoración de Rajoy a un año de su llegada a la presidencia del Gobierno es de 2,78 puntos (Rodríguez Zapatero alcanzó un 3,09 un mes antes de perder las últimas elecciones), y, según la última encuesta de Metroscopia sobre estimación del resultado electoral correspondiente a este mes de enero, PP (29,8%) y PSOE (23,3%) apenas representan el 53,1 por ciento de las preferencias electorales de los españoles.
Esta preocupación gubernamental por la (mala) imagen de los políticos ha dado lugar al encargo por la vicepresidenta Sáenz de Santamaría al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC) de una estrategia encaminada a mejorar la percepción que se tiene de los políticos, devolver a la clase política el aprecio de los ciudadanos y revertir la desconfianza en las instituciones.
De momento, apenas se conoce, porque lo ha divulgado la prensa, que el CEPC está planeando ciertas actuaciones concretas como acentuar la participación ciudadana en el debate de ciertos proyectos de ley mientras se están tramitando; habilitar un sistema para evaluar la eficacia y la aceptación social de las leyes al cabo de un tiempo de su promulgación; impulsar mediante estímulos fiscales las asociaciones dedicadas a controlar a los políticos y a sus organizaciones; buscar sistemas para promocionar las reuniones entre electores y grupos de diputados y senadores, etc.
Todas estas medidas pueden ser efectivamente eficaces, pero no cabe esperar demasiado de ellas (ni de otras de parecido porte) si antes no se reconoce que el desapego popular a la política tiene básicamente dos causas bien concretas: una gran lenidad de la política hacia los delitos de corrupción y el envejecimiento del sistema representativo.
Sobre la corrupción, todo está dicho y ya no es cuestión de tomar decisiones, sino de aplicarlas con un talante mucho más riguroso. Los partidos deben ser intransigentes hasta la inflexibilidad más absoluta con la corrupción, expulsando de su seno a quienes estén contaminados o sean acusados de estarlo por la Justicia. Sin una gran radicalidad en este sentido, la buena fama de la política no regresará.
Y, en lo tocante al sistema de representación, parece claro que la ley electoral, que fue ideada antes de la promulgación de la Constitución para fortalecer a los partidos, de los que no había tradición en España, ha consagrado un sistema oligárquico en que los aparatos de las organizaciones políticas controlan a los políticos y les someten a una castradora servidumbre.
Los profesionales de la política que quieran ser ubicados en las listas deberán rendir pleitesía a quienes las confeccionan, de forma que su relación con los electores es a estos efectos irrelevante.
Asimismo, este modelo ahuyenta a los más brillantes, que no encuentran la simpatía de las organizaciones ya que los instalados temen ser desplazados de los puestos de poder. En otras palabras, para que los políticos sean medidos por su capacidad de prestar servicio y de sintonizar con los ciudadanos y se establezca una creativa relación biunívoca de conocimiento y responsabilidad con los ciudadanos, habrá que modificar el sistema electoral, bien abriendo y desbloqueando las listas actuales, bien avanzando hacia el sistema mayoritario, en que el candidato se ve obligado a mantener una relación directa y plena con electorado de su circunscripción (hoy, los ciudadanos no conocen siquiera el nombre de los diputados y senadores de su provincia).
En definitiva, la mejora de imagen de la política y de los políticos pende de dos hilos fundamentales: la lucha veraz e inclemente contra la corrupción y la creación de un vínculo real entre electores y elegidos. Sobre estos dos báculos se pueden construir medidas y propuestas, pero sin ellos todo será en vano.