Opinión
Octavio Granado: ¿Por qué en España la crisis provoca más desigualdad?
Con cada nueva estadística, los españoles descubrimos que la crisis económica no sólo golpea nuestra prosperidad, sino también la cohesión del país, y genera desigualdades que nos sitúan a la cola de Europa en igualdad social.
Conviene que no confundamos los titulares sensacionalistas, que a veces se encuentran en la prensa teóricamente más seria, con la realidad, porque exagerar los problemas y negarlos son dos caras de la misma falsa moneda, que impiden abordar con solvencia un problema gravísimo.
Para empezar, España no es el país más desigual de la Europa occidental, porque reducir una variable tan compleja como la desigualdad a un problema como la distribución de las rentas que tienen precio en el mercado, aquellas que pueden medirse con el índice de Gini, es dar gato por liebre. De ahí que los organismos internacionales, destacadamente Naciones Unidas, hayan puesto en marcha índices de desarrollo humano (IDH) corregidos por la desigualdad interna, y los grupos de expertos discutan en la actualidad al máximo nivel indicadores más complejos y fiables.
Por ejemplo, limitar las prestaciones del sistema sanitario o educativo pueden tener un efecto muy limitado, o incluso paradójico, en el índice de Gini, pero genera más desigualdad real que la evolución dispar de salarios y precios o de las diferentes rentas.
Por continuar, algunas de las cifras publicadas son verdades a medias. No hay un millón y medio o dos millones de hogares con todos sus miembros desempleados, sino con todos que no forman parte de la población activa. Las dos terceras partes de estos hogares tienen como fuente de ingresos una pensión, una indemnización de prejubilación, o del Código Civil? Lo que nos deja entre 400.000 y 500.000 hogares sin recursos directos o derivados del trabajo, la actividad profesional o empresarial.
Conocer el problema para resolverlo
Ustedes dirán para qué reducir la cifra a la cuarta parte. Porque resolver un problema exige conocerlo en verdad, demarcarlo para que sea abordable y garantizar que el núcleo de las actuaciones decididas va a la población más afectada. Que una familia que vivía del sueldo del marido pase a depender de su pensión al cumplir éste los 65 años no es un problema social, por mucha demagogia con que lo especiemos.
Pero lo cierto es que tenemos una población sin recursos, mal atendida, con un sistema de servicios sociales más nominal que real. Teníamos el año 2009 el porcentaje de gasto social más bajo de la UE-15; nuestro gasto en prestaciones familiares fue en la década 2000-2009 un 1 por ciento del PIB, frente a un porcentaje superior al 2 por ciento del PIB en los demás países, y la carencia de actuaciones en vivienda lleva a la miseria e incluso a formar parte de los sintecho a las familias incapaces de atender sus préstamos hipotecarios. Curiosamente, incluso en los años de pleno empleo dedicamos a prestaciones por desempleo más del 2% del PIB (ahora superaremos el 3,5%), mientras la UE ha llegado esos mismos años a situarse en el 1,3% del PIB.
Esto nos indica que en España el objeto de nuestro sistema de protección social no es, como en el resto de Europa, la persona sin recursos o con carencias, sino el parado. Garantizamos con la extinción del contrato de trabajo rentas temporales adecuadas para la mayoría, pero que a veces se pagan en familias que disponen de niveles de renta superiores a la media, mientras que dejamos sin protección a quien nada tiene, porque su relación con el mercado de trabajo es más débil.
Las madres solteras muy jóvenes, los desahuciados, las familias pobres con mayor número de hijos son arrojadas al abismo de la exclusión social, por la inexistencia de políticas igualitarias que deberían financiarse fiscalmente pero también con reducciones de apoyo para las personas en situación económica menos vulnerable.
Además, con ello resolveríamos varios problemas. En primer lugar, la asfixia de las familias obligadas a abordar en solitario esta situación de dependencia económica. La incapacidad de las corporaciones locales, que con sus exiguos presupuestos rellenan los vacíos de una legislación estatal y de una competencia autonómica que parecen inspirarse en el principio de que los excluidos no votan.
Aportar seguridad para que no sea preciso inmovilizar ahorro para cubrir contingencias desprotegidas. E invertir el hecho relevante de que en las épocas de crecimiento económico esta desigualdad no cede (tal como explica Luis Ayala), porque al concentrarse en las capas de la población con una relación menos intensa y más alejada del sistema de relaciones laborales los procesos de creación de empleo benefician menos y más tarde a los excluidos que a los incluidos.
Ah, y por cierto: si desarrolláramos un programa de reformas en esta dirección veríamos como, por ensalmo, nuestras estadísticas comienzan a parecerse más a las de otros países. Lo que en términos de reputación no nos vendría mal.
Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social en 2004-2011.