Opinión

¿Será un éxito la huelga general del 29M?



    El éxito o fracaso de la huelga general depende, evidentemente, de cuál sea la reacción de la sociedad civil ante la convocatoria de los sindicatos. Y, a la hora de decidir, los ciudadanos tendrán que resolver un dilema esquizofrénico formado por dos reclamaciones opuestas.

    De un lado, la reforma laboral es obra de un gobierno de centro-derecha que todavía no ha cumplido los cien días de vida y que fue entronizado con una potente mayoría absoluta por un país sociológicamente de centro-izquierda precisamente para que tomara las medidas quirúrgicas que se consideran indispensables para salir de la recesión y de la crisis.

    Nadie, o casi nadie, ignoraba que, fueran cuales fuesen los programas electorales literales, el PP llevaría a cabo una reforma laboral que nos aproximaría a los promedios de la Unión Europea y que incrementaría de este modo traumático nuestra competitividad.

    De otro lado, la reforma, efectivamente muy dura (y por ello mismo, se supone, muy eficaz desde el punto de vista de los objetivos que se buscan, especialmente el crecimiento económico y el empleo), reduce objetivamente los derechos laborales, la estabilidad en el empleo y la seguridad de los trabajadores en sentido amplio. Todo ello con el fin de potenciar la autonomía empresarial y la capacidad de supervivencia de las empresas.

    Así las cosas, la participación será el resultado de la combinación de ambos factores, de los que en este momento parece pesar más el primero que el segundo, por lo que en un primer análisis podría decirse que los sindicatos tienen razones para temer que su convocatoria reciba escaso apoyo.

    La irrelevancia sindical está en juego

    Hay, además, otro factor que juega a favor del Gobierno, y que éste seguramente explotará cuando llegue el caso: la convocatoria sindical es prematura porque el Ejecutivo, pudiendo haberse conformado con la promulgación del decreto ley de reforma laboral, ha preferido tramitar ahora el texto como proyecto de ley, lo que concederá un plus de legitimidad a la reforma y permitirá su perfeccionamiento mediante las aportaciones de los diversos grupos.

    Caben, pues, negociaciones, modificaciones y transacciones en una normativa que no esta por lo tanto cerrada. Hubiera sido más lógico que los sindicatos hubiesen esperado a que concluyera el trámite parlamentario para tomar una posición y convocar entonces, si seguía procediendo, la medida que creyeran adecuada. Esta precipitación es poco justificable.

    En lo tocante a las razones últimas de los sindicatos, no puede ignorarse en ningún caso que la reforma limita considerablemente el poder sindical. Sobre todo porque da gran primacía a los convenios de empresa sobre los sectoriales y territoriales, lo que reduce el margen de la negociación colectiva. Las centrales se han puesto, pues, en pie de guerra para luchar por su supervivencia, un motivo comprensible pero bien poco filantrópico.

    De cualquier modo, los sindicatos han lanzado un órdago peligroso: la huelga general es dañina y perturbadora para la economía en este momento, no sólo por las pérdidas objetivas que provoca sino por las lesiones que produce a la confianza que inspira nuestro país en los mercados y entre los inversores internacionales.

    Y si la opinión pública no se vuelca en apoyo de quienes imperturbablemente se enfrentan a la que parece ser la lógica de situación de un gobierno colocado ahí por los ciudadanos para sacarnos del atolladero, las organizaciones obreras seguirán avanzando hacia la relativa irrelevancia que ya han conseguido en otros países de nuestro entorno, desde el Reino Unido a Francia, pasando por Italia o Alemania.