Opinión

Fernando Méndez Ibisate: Escenario desalentador



    Los ciudadanos españoles asistimos atónitos y bastante impotentes al cúmulo de disparates, falsedades, medias verdades, insultos y demagogia con que estos días de campaña -¿qué será en unas generales?- se despachan los partidos políticos.

    Mientras, crecen el descontento y la desesperanza con la prolongación de una situación económica muy difícil en la que, además, comienza a tomar cuerpo la veterana sospecha de que el Ejecutivo pueda tener problemas para cumplir sus previsiones de crecimiento y deba hacer nuevos ajustes -no digo recortes- fiscales.

    El argumento es que si la tasa de crecimiento económico en 2011 no alcanza el 1,3 por ciento previsto en el Programa de Estabilidad remitido a Bruselas, el déficit podría superar el 6 por ciento, recogido en dicho informe, por lo que se precisarían nuevas medidas para cumplir con las promesas y objetivos enviados a la UE sobre déficit y deuda.

    De hecho, el Banco de España, que había contemplado en marzo la posibilidad de un crecimiento menor y un déficit del 6,2 por ciento, insistió en la presentación de su Boletín Económico de abril, -donde avanzó un crecimiento interanual para el primer trimestre del 0,7 por ciento (un 0,2 por ciento en el trimestre)-, que con los datos publicados era posible el cumplimiento del objetivo de déficit (6 por ciento). Pero, ¿realmente son tan cruciales dos décimas?

    Después de todo, qué más dan dos décimas más o menos de crecimiento o déficit si lo primero no nos saca de nuestros auténticos problemas y lo segundo se paliará o satisfará mediante más o nuevas cargas impositivas para los ciudadanos.

    El propio Programa de Estabilidad abre la puerta tanto a otro ajuste salarial para los empleados públicos, junto con la congelación de convocatorias a ese fin, como a subidas de impuestos y tasas (prepárense tras las elecciones de mayo) y posibles congelaciones de prestaciones sociales. Mientras tanto, el número de empleados públicos en el conjunto de las Administraciones Públicas ha subido hasta los 3.185.000, con un aumento interanual de 97.000 en marzo de 2011 utilizado para maquillar las cifras de paro. Y no se atisban reducciones serias de gasto público ni eliminación de partidas superfluas o derroches evidentes.

    Crecimiento desiquilibrado

    Por eso no hablo de recortes. Éstos no se plantean, ni se han planteado en serio, por un Gobierno que lo primero que hizo nada más llegar al poder en 2004 fue acabar con la austeridad, la racionalidad y la pulcritud de las cuentas públicas, ministerio por ministerio. Sus famosos superávits, que tanto ostentan, se debieron siempre a los excedentes de ingresos animados por un modelo de crecimiento muy frágil y desequilibrado, no por el buen manejo y rigor de los gastos. Al contrario.

    De ahí que no se fíen de nosotros fuera y que la discusión bizantina sobre las dos décimas tenga esencialmente una lectura política en doble sentido: interno, de cara a las consultas electorales y externo, de cara a vender nuestra posición financiera pública en los mercados internacionales.

    Pero la realidad de la economía española, crezca un 0,8, un 1,2 ó un 1,7 por ciento -cifra más improbable-, es que está estancada. Y, lo que es peor, mantiene desequilibrios, rigideces e intervencionismos políticos, arrastrados desde hace décadas, existentes también cuando crecíamos al 3 ó 4 por ciento y agravados en las dos últimas legislaturas, que constriñen nuestras posibilidades de crecimiento, expansión y progreso, aunque -eso sí- conservan privilegios sobre determinados grupos y castas a costa de los contribuyentes.

    Deterioro institucional

    Muchísima importancia en nuestras debilidades económicas tiene el deterioro progresivo de nuestra estructura institucional, iniciado pronto en nuestra democracia con el trance en que se colocó el Tribunal Constitucional con la sentencia de Rumasa en 1983 y la proclamación por Alfonso Guerra de la muerte de Montesquieu, pero que se ha acelerado mucho a partir de 2004, entre otros, con la desmembración del mercado a través de los poderes otorgados, en los procesos de expansión autonómica y revisiones de estatutos autonómicos, a los políticos para intervenir, inmiscuirse y obstaculizar las relaciones y decisiones de índole económica.

    No rechazo ni abjuro de un sistema autonómico que, como era su espíritu inicial, descentralice la gestión burocrática y aproxime la Administración al ciudadano. Pero nuestro actual modelo ha derivado en un poder opresivo sobre las personas, de determinadas oligarquías que pueden llegar a saber y decidir todo sobre nuestras vidas y con un uso interesado de tal información.

    Los mercados conocen nuestra situación. Saben que los problemas de dispendio público están poco o nada controlados en las autonomías.

    Que nuestra demanda interna es débil, con una inversión que no despega, lastrada aún sobre todo por la construcción, y por un consumo que no puede despegar por las pérdidas de ingresos (desempleo incluido) y riqueza (activos de todo tipo); por las subidas de impuestos y otras cargas; por las restricciones de crédito, que también afectan a la inversión y que se mantendrán debido al elevado endeudamiento, agravado a su vez por el del sector público y por nuestro diferencial de inflación que, como impuesto que es, hace mella en los bolsillos privados.

    Y saben que nuestra demanda externa se sustenta en el turismo, beneficiado por factores transitorios, mientras los costes salariales pactados en convenios colectivos han crecido al 3,1 por ciento, todo ello a pesar de la caída en la ocupación y el empleo.

    Con tal panorama, no podemos permitirnos el lujo de eludir acometer reformas profundas -laborales, financieras, presupuestarias y fiscales, administrativas e institucionales, educativas, energéticas, hidrológicas...- que, aunque dolorosas, nos permitan salir de las penurias que arrastramos y padecemos. ¿Acaso no tenemos políticos con altura para tal tarea?

    Fernando Méndez Ibisate. Profesor de Economía de la UCM.