Bill Emmott: Prepárense para una reacción contra la energía nuclear
Mientras Japón espera reconstruirse física, económica y políticamente, el mundo mira con preocupación hacia Fukushima.
No es una coincidencia que la palabra aceptada internacionalmente para una ola causada por un terremoto sea de origen japonés, tsunami, formada con los caracteres de puerto y ola. Ni tampoco lo es que incluso los antiguos e históricos templos que pueda haber visitado allí como turista hayan sido reconstruidos numerosas veces a lo largo de los siglos. Japón está acostumbrado a los desastres naturales, y especialmente a los terremotos. Pero eso no los hace menos espantosos cuando ocurren, máxime si también hay plantas de energía nuclear involucradas.
En muchos desastres de este tipo, las estimaciones iniciales de víctimas resultan demasiado altas, ya que es muy difícil llevar un registro de la gente entre el caos resultante. Sin embargo, como mostraron el terremoto y el tsunami que afectaron a Indonesia y el Océano Índico en 2004, ocurre lo contrario con los tsunamis: las cifras continúan subiendo.
Es lo que parece probable que ocurra ahora en Japón, donde los edificios modernos se benefician de la mejor tecnología antisísmica del mundo, pero donde las viviendas de las personas corrientes están hechas y diseñadas como los antiguos templos, para ser reconstrui- das de forma fácil y barata. Enfrentándose a un terremoto, esta tradición tiene sentido, pero con un tsunami es diferente -la ola simplemente barrió las casas o las aplastó como si fueran cajas de cerillas-.
Hay un incómodo sentido de relativismo en nuestra reacción a los desastres: estamos aún más horrorizados por un acontecimiento como éste en Japón que por, digamos, las 250.000 muertes estimadas que se produjeron en el terremoto de Haití en enero del año pasado, o por los 70.000 fallecidos en la provincia China de Sicuani en 2008. Al fin y al cabo, Japón es un país más parecido al nuestro que Haití, moderno, desarrollado, industrializado, donde no esperamos que mueran de pronto decenas de miles de personas en una simple tarde de marzo. Cuestiona nuestra sensación de seguridad, la protección que el bienestar económico parece darnos.
Sin embargo, ¿cuáles podrían ser las consecuencias para los 120 millones de nipones y para el mundo de lo que el primer ministro japonés, Naoto Kan, ha descrito como la peor crisis a la que se ha enfrentado el país desde la Segunda Guerra Mundial? Al intentar responder a esta pregunta, lo primero que hay que hacer es olvidar la economía, aun cuando ésta sea la cuestión por la que muchos no-japoneses pregunten en primer lugar.
Por supuesto, habrá un gran parón en la actividad económica a corto plazo, especialmente teniendo en cuenta que algunas de las centrales nucleares del país están cerradas. Pero estos efectos económicos serán temporales. Al igual que después de que el huracán Katrina devastara Nueva Orleáns y el delta del Mississippi en 2005, al final los esfuerzos de reconstrucción neutralizan los efectos del parón: la producción aumenta de nuevo, se crea empleo, y buena parte de ello lo financian los seguros. Cuando se eche la vista atrás dentro de, digamos, dos o tres años, las cifras de PIB serán el indicio menos importante de que algo grave y devastador ocurrió en marzo de 2011.
Mucho más importantes serán los efectos psicológicos, políticos y culturales. Muchas veces antes Japón se ha mostrado como un país fuerte, que hace frente a las crisis con una gran cohesión social y un sentimiento de estoicismo casi espiritual. Ahora, lo más seguro es que tenga otra reacción de fortaleza y de gran capacidad de recuperación.
Sin embargo, esto no significa que algo haya cambiado en lo que el señor Kan llama el nuevo Japón, que será construido tras la crisis. Encabeza la lista de consecuencias con potencial resonancia alrededor del mundo la posible -no, probable- reacción popular y política contra la energía nuclear.
La historia de la central energética de Fukushima Daiichi aún está en proceso, así que es demasiado pronto para juzgar hacia qué lado se inclinarán los hechos. Hasta ahora, si el Gobierno y los operarios de la central están en lo cierto, la fuga/escape de radiación ha sido pequeña y los problemas comunicados en una segunda central, la de Onagawa, son insignificantes. Si continúa siendo así, entonces una respuesta estrictamente racional sería que este extraordinario episodio ha demostrado lo segura que puede ser la energía nuclear: golpeadas por el peor terremoto de la historia documentada de Japón, las centrales nucleares del país hicieron exactamente lo que se esperaba que hicieran; concretamente, se cerraron automáticamente y sin peligro. Al final, incluso se ha hecho frente a los problemas con el suministro auxiliar de energía, usado para bombear agua para refrigerar. Bueno, ya veremos.
No es suficiente señalar, como lo han hecho las compañías energéticas, que este seísmo ha sido excepcionalmente fuerte. Las medidas de seguridad y las regulaciones están, o deberían estar, diseñadas para lidiar con casos excepcionales y evitar que se conviertan en catástrofes. Aun así, si pueden evitar una debacle, entonces otros países -especialmente aquellos que, como Gran Bretaña, no son propensos a sufrir terremotos- se deberían sentir tranquilos.
El problema es que, en estos momentos, la reacción es poco probable que sea simplemente racional. Y en Japón, aunque el actual Gobierno hasta ahora ha actuado correctamente durante la crisis, los organismos gubernamentales y las grandes empresas presentan un largo historial negativo de falta de honradez en cuestiones como la contaminación, los accidentes y los riesgos. Por ejemplo, un accidente en una central nuclear en Monju en 2005 fue ocultado en un principio, y ha habido otros.
De manera que, ya asustados y conmocionados por el terremoto y el tsunami, los japoneses estarán probablemente de un humor defensivo y desconfiado respecto al peligro nuclear. No hay duda de que ahora los planes de elevar la parte de la electricidad japonesa producida por energía nuclear del actual 29 por ciento a un 40 por ciento para 2017 se van a posponer, y probablemente serán archivados. En otros países que están contemplando un aumento de la producción nuclear, incluyendo Gran Bretaña e Italia, la balanza del debate probablemente también se incline más hacia el lado contrario a la energía nuclear. Incluso un mínimo riesgo de un gran desastre tiende a asustarnos más que otros peligros más simples y más elevados que creemos poder controlar, como conducir a demasiada velocidad o fumar.
Pero en términos políticos, este desastre tendrá seguramente un aspecto positivo. La política nipona ha sido últimamente muy disfuncional. Hace unos días, el ministro de Asuntos Exteriores se vio obligado a dimitir por haber recibido, probablemente sin saberlo, una pequeña, técnicamente ilegal, donación de un militante coreano residente en Japón desde hace 65 años. Además, la oposición ha estado conspirando para intentar forzar unas elecciones generales bloqueando los presupuestos anuales. Lo más probable es que ahora la política se calme.
Una más profunda preocupación psicológica y cultural debe ser que a medida que los nipones se unan más estrechamente con el fin de reconstruir y recuperarse podrían volverse más distantes del resto del mundo. La derrota de la guerra abrió a Japón al mundo, a fin de unírsele tanto política como económicamente. En los últimos años, presionado en Asia por el crecimiento chino y la belicosidad norcoreana, y en casa por las dificultades económicas, Japón se ha encerrado más en sí mismo. Un síntoma de esto ha sido la disminución de jóvenes nipones que van al extranjero para estudiar o trabajar.
El peligro está ahora en que el terremoto y el tsunami reforzarán esta tendencia, en medio de una preocupación natural por los problemas y tareas domésticas, aislando a Japón incluso todavía más. Esto sería una lástima para Tokio, y para nosotros.
Bill Emmott, ex director de 'The Economist'.
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