Opinión
Hermenegildo Altozano: Otra vez la energía fotovoltaica
Estos días de turbulencia normativa son apropiados para recordar el diálogo que imagina Robert Bolt entre Tomás Moro y su yerno Roper en la obra de teatro A Man for All Seasons. -Roper: ¿De modo que, según vos, el propio diablo debe gozar del amparo del Derecho? -Moro: Sí. ¿Qué harías tú? ¿Abrir atajos en la selva de la Ley para prender más pronto al diablo? -Roper: Yo podaría a Inglaterra de todas sus leyes con tal de echar mano al diablo. -Moro: ¿Ah sí? Y cuando hubieses cortado la última ley, y el diablo se revolviese contra ti, ¿dónde te esconderías de él?
El Gobierno ha optado por la vía de talar los derechos de los productores de energía solar fotovoltaica para abrir un atajo en la selva de la Ley con el pretexto de reducir el déficit tarifario. El Decreto 1565/2010 (que elimina las primas a partir del año 26) y el Real Decreto-ley 14/2010 (que limita las horas de producción, aun con una compensación de tres años adicionales en el período de percepción de las primas) suponen un cambio de las reglas del juego a mitad de la partida, con la consiguiente merma de la seguridad jurídica y quiebra de la confianza de los inversores. Aunque se podrá discutir la oportunidad de primar la producción de energía eléctrica con tecnología solar fotovoltaica, lo que resulta menos discutible es que quienes han ajustado su conducta económica a un marco regulatorio determinando deben, al menos, tener la oportunidad de someter cualesquiera cambios en esas normas al control de legalidad de los Tribunales.
El Decreto-ley 14/2010 es un ejemplo del abuso de este instrumento normativo que la Constitución reservaba originalmente para los casos de extraordinaria y urgente necesidad. No deja de sorprender que esta norma, publicada el 23 de diciembre del pasado año para entrar en vigor la víspera de Nochebuena, incorpore una modificación legislativa de una norma aprobada ¡el 22 de diciembre! Es decir, tan sólo un día después.
Aunque no faltan sentencias del Tribunal Constitucional que avalan la utilización de la técnica legislativa del Decreto-ley, muchos de quienes se jactan de tal bendición rasgan sus vestiduras cuando cualquier caudillo latinoamericano opta por ignorar las incomodidades de un Parlamento para gobernar a golpe de decreto.
El Decreto-ley supone que los afectados no pueden acudir al Tribunal Supremo (ni al Tribunal Constitucional) para reclamar una protección de sus derechos de propiedad o, cuando menos, para someter al mejor criterio de un tribunal independiente si la actuación del Gobierno es, o no, conforme a la ley. No faltan quienes señalan que en esta circunstancia -la de privar al afectado del amparo judicial- reside gran parte del propósito de la utilización de esa técnica legislativa.
Sin embargo, quienes confían en que un Decreto-ley puede servir para eliminar (o, al menos, hacer prácticamente inalcanzable) cualquier test de idoneidad jurídica parecen ignorar las obligaciones que se derivan para España de los tratados internacionales de los que es parte. Tanto el Tratado de la Carta de la Energía, como los Acuerdos de Promoción y Protección Recíproca de Inversiones suscritos por España incorporan entre las obligaciones de los países signatarios las de dispensar a los inversores nacionales de las contrapartes un "trato justo y equitativo" y proteger las inversiones frente a "medidas de efecto equivalente a la nacionalización o expropiación" sin que medie el pago de una indemnización rápida, adecuada y efectiva. Tampoco hay que olvidar que la Convención Europea de Derechos Humanos establece obligaciones para sus miembros (entre ellos, España) de respeto a los derechos de propiedad y al derecho a obtener un remedio efectivo ante las autoridades nacionales. Tales obligaciones son exigibles ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
El rasero para medir el grado de cumplimiento de esas obligaciones es el Derecho Internacional. Y los órganos competentes para determinar ese grado de cumplimiento no serán el Tribunal Supremo ni el Tribunal Constitucional, sino el Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias de Inversión del Banco Mundial o el Instituto de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Estocolmo, o el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso de la Convención Europea de Derechos Humanos.
Puede suceder que un decreto como el 1565/2010, que limite con efecto retroactivo el importe de las primas quede bendecido con una sentencia favorable del Tribunal Supremo o que, incluso, el Real Decreto-ley 14/2010 quede convalidado en el Congreso o se tramite como ley por el procedimiento de urgencia. Pero no hay que olvidar que los tribunales arbitrales internacionales han sido el mejor asidero jurídico de los inversores extranjeros cuando los gobiernos que acogían sus inversiones han sucumbido a la tentación de talar los árboles para abrir atajos en la selva del Derecho.
Hermenegildo Altozano es socio de energía de Hogan Lovelis.