Opinión

Nouriel Roubini y Arnab Das: El futuro necesita reformas (I)



    La mayor crisis financiera de la historia está mutando desde las entidades privadas (el sector bancario y los hogares) a las soberanas. En el mejor de los casos, los recortes fiscales afectarán a la recuperación europea y un euro en decadencia sustraerá crecimiento a sus grandes socios comerciales (Estados Unidos, Reino Unido, Japón y China). En el peor de los casos, el sistema financiero puede desmoronarse si el euro se desintegra o se produce un impago soberano desordenado, precipitando una recesión en W.

    La liberalización financiera y la innovación relajaron las restricciones de crédito a los sectores público y privado desde mediados de los setenta. Los hogares con problemas de rentas y riqueza en las economías avanzadas pudieron utilizar la deuda para gastar por encima de sus posibilidades. Una regulación y supervisión cada vez más relajadas sostuvieron el apalancamiento, alimentado por unos rescates cada vez más frecuentes y costosos de los gobiernos y el FMI, que acudían continuamente al salvamento de unas crisis cada vez más frecuentes y costosas desde los ochenta, y fomentadas por una política monetaria fácil a partir de los noventa. El respaldo político a la democratización del crédito y el acceso de los hogares a la propiedad de sus casas agravaron la tendencia después del año 2000, que se vio acelerada por la superabundancia de ahorro en países con problemas demográficos.

    El resultado fue un atracón del consumo en países deficitarios; una oleada de exportaciones procedente de los países con excedentes; la cortesía de financiar las ventas por parte estos últimos y, por tanto, la existencia de deudores y acreedores como dos caras de la misma moneda.

    Esta ilusión permitió que los precios de activos alcanzaran unas cotas absurdas y arrastraran las primas de riesgo hasta puntos increíblemente bajos gracias a la generalización del acceso al crédito. El sector privado financiero intermedió, agravando el creciente endeudamiento nacional con sus propios préstamos. Y cuando las burbujas de los activos y el crédito estallaron, ha quedado claro que el mundo es menos rico.

    Ahora, los gobiernos de todas partes se han entregado al reapalancamiento para socializar las pérdidas privadas y ralentizar el desapalancamiento del sector privado. Pero la deuda pública es, en último término, una carga privada. Los gobiernos subsisten gravando las rentas y riqueza privada, o mediante el último impuesto sobre el capital que representa la inflación, o incluso directamente a través de un impago. Por eso, la deuda pública no puede sustituir completa ni indefinidamente a un apalancamiento privado excesivo.

    Ya está ocurriendo en la primera línea de la crisis, la deuda soberana de la zona euro. Grecia ha sido la primera en asomarse al precipicio gracias a múltiples riesgos soberanos: falta de liquidez (déficits fiscales y vencimientos), insolvencia (deuda pública), falta de competitividad (déficits comerciales) y vulnerabilidad (deuda externa). Irlanda, Portugal y España la siguen de cerca. Italia, aunque no carente de liquidez todavía, podría correr riesgos de solvencia. Incluso Francia y Alemania presentan déficits en aumento. Y el Reino Unido ha empezado a recortar los presupuestos. Al final, Japón tendrá que hacerlo también. Y el monstruo en el armario es Estados Unidos...

    El G20 se reagrupó tras la crisis global de septiembre de 2008. Los gobiernos actuaron al unísono para devolver la confianza a los mercados y restaurar la actividad económica; pero en 2010 pocos sopesan ahora soluciones al reequilibrio del crecimiento internacional. Muchos prefieren volver a lo de siempre, la falta de coordinación. Alemania ha prohibido las ventas al descubierto de forma unilateral y EEUU está tramitando su propia reforma del sector financiero. Los países con excedentes no están dispuestos a estimular el consumo. Y los deficitarios acumulan una deuda pública insostenible para empapelar las grietas de los hogares y el sector financiero.

    Irlanda reconoció el problema a tiempo y recortó el presupuesto; pero Grecia dio las señales opuestas. Alemania objetó en un principio al rescate y todos se opusieron al FMI. Y todo el mundo apuntó a las diferencias brutales entre Grecia y el resto de la eurozona. Las autoridades insistieron en que no hacía falta un rescate ni había riesgo de impago. El BCE dijo que no habría cambios en sus reglas para los colaterales y mucho menos en beneficio de un único país.

    Tras mucho vacilar, la zona euro se unió en una demostración aplastante de fuerza, con un rescate de un billón de dólares que reforzó la confianza por un día. En los meses que siguieron al alivio de una jornada y las décadas que precedieron a la crisis, las reglas y tratados que sostienen la eurozona se fueron minando progresivamente. Está claro que las uniones monetarias no sobreviven sin varios elementos fundamentales:

    1. Un prestamista de último recurso que amortigüe los trastornos transitorios de la liquidez en el sistema financiero.

    2. Movilidad y flexibilidad laboral para garantizar un tipo de cambio real flexible, dado un tipo de cambio nominal fijo.

    3. Unión fiscal y política para asegurar que los "trastornos asimétricos" puedan gestionarse con transferencias a las regiones o sectores afectados.

    Todos sabían que esto era imprescindible y se negociaron con mucho esfuerzo compromisos políticos para enfrentarse a estas realidades económicas. Sin embargo, siguió habiendo fallos de diseño:

    ? Las capacidades de prestamista de último recurso del BCE se limitaron al sistema financiero y no abarcaban a los Estados miembros soberanos. Los bancos se vieron limitados en cuanto a la cantidad de colateral que podían destinar a la refinanciación mediante recompras con el BCE.

    ? Se derribaron las barreras al comercio, la inversión y la emigración, por lo que hubo movilidad laboral sobre el papel, pero no tanto en la práctica.

    ? Los comités, las votaciones por mayoría cualificada y los tratados sustituyeron a la unión política, y las normas fiscales a la unión fiscal. Los Estados miembros estaban sujetos a los límites del tratado de Maastricht de armonizar la política fiscal imponiendo límites a la deuda pública y el déficit al 60 por ciento y 3 por ciento del PIB, respectivamente. Las infracciones se castigarían mediante el Pacto de Estabilidad con multas (aunque ningún Estado miembro quiso multar a otro por lo que podría tener que hacer él mismo algún día). La sanción definitiva fue la cláusula de no rescate, incluida en el tratado de Lisboa, así como en la constitución nacional de Alemania. Y aquí estamos ahora, con un rescate delante de las narices...

    Nouriel Roubini, presidente de Roubini Global Economics, y Arnab Das, analista jefe de Mercados de RGE.