Entre las medidas más destacadas de la nueva ordenanza de movilidad sostenible en la capital, que entró en vigor el 24 de octubre, destacan la protección del espacio para los peatones y la creación de Madrid Central, un espacio limitado al tráfico privado. Y es que en apenas un mes todo parece indicar que a la almendra central únicamente podrán acceder los residentes en el distrito Centro y sus invitados, quienes dispongan de un vehículo con etiqueta Eco o Cero Emisiones o aquellos coches que vayan a estacionarse en un aparcamiento. Más allá de los pulsos políticos que echan los partidos a las puertas de entrar en un año electoral, la nueva ordenanza prioriza la peatonalización de los espacios públicos. Y este giro a favor del ciudadano frente a los coches y las motos resulta totalmente necesario. Máxime teniendo en cuenta que, aunque los vehículos privados permanecen el 90 por ciento de su vida útil estacionados, más del 80 por ciento del espacio público está destinado a ellos, en detrimento de parques, plazas u otros equipamientos. El futuro de las ciudades pasa por reconvertir los modelos de movilidad. Por lograr un cambio modal por el que cada vez más personas aparquen sus coches y utilicen alternativas, como las que ofrecen el transporte público, el carsharing, las bicicletas o ir a pie. Se trata de apostar de forma decidida por medios de transporte pú-blicos, sostenibles, fiables, accesibles y fáciles de usar; puesto que es la única manera de llevar a cabo una transición hacia una logística de emisiones cero en los centros urbanos antes del 2030, de acuerdo a las indicaciones de la Comisión Europea. Es cuestión de hacer un uso inteligente del coche, no de ir en contra suya, y de utilizarlo únicamente cuando no haya otra alternativa. Junto a una adecuada planificación urbana y a un uso adecuado del vehículo privado, es imprescindible ofrecer opciones para garantizar la movilidad de los ciudadanos y favorecer el cambio modal. En este sentido, si los autobuses, metros o trenes de cercanías ofrecieran paulatinamente un todavía mayor nivel de servicio -reduciendo la duración de los trayectos y ampliando las frecuencias de paso- más de tres millones de españoles podrían empezar a usarlos; contribuyendo, asimismo, a reducir unos atascos que, al margen de deteriorar la calidad de vida de quienes los sufren a diario, le cuestan a España unos 5.500 millones de euros al año. ¿Qué lógica tiene que para mover a una persona de 70 kilos en un automóvil se necesite la misma energía que para mover una máquina de más de una tonelada? He ahí la relevancia de superar la "política del hormigón", y la prueba de que los atascos no se solucionan poniendo más carriles, de la misma manera que el sobrepeso no se arregla aflojándose el cinturón. ¿Por qué los carriles bus-vao no son mucho más habituales? ¿Por qué no entra con más fuerza en las agendas de movilidad la prioridad semafórica? Una movilidad más sostenible resulta posible. Además, tras la educación, la sanidad y las políticas sociales, el transporte público es el cuarto pilar del estado del bienestar. Si mejoramos el sistema, reduciremos los atascos, limpiaremos el aire de nuestras ciudades y, en definitiva, viviremos más y mejor. Dándole la vuelta a la tortilla, y sin ánimo de generar alarma social, ¿qué ocurriría en Madrid si no existiera el transporte público? Pues que habría que hacer espacio a unos dos millones de coches más en sus ya congestionadas y contaminadas calles, que se convertiría en una ciudad imposible y que el colapso sería de dimensiones apocalípticas. No es una batalla entre el transporte público y los coches, pero son muchas las ciudades que están estudiando e implantando sus planes de movilidad, encaminándose hacia una nueva era. Y en ese camino no hay dudas de que los autobuses, metros y trenes de cercanías deben tirar del carro. Es su hora. No queda otro remedio.