Como los expertos anunciaban, la economía española entra en fase de desaceleración. Es un escenario descontado ante factores globales que afectan a motores clave del PIB. Así, el auge del turismo se modera por el despertar de destinos mediterráneos competidores. Por su parte, el encarecimiento del crudo reactiva el IPC e impulsa al BCE a clausurar los estímulos monetarios en diciembre. A todo ello hay que sumar un lógico agotamiento del consumo, después de un trienio impulsando la economía española por encima del 3 por ciento. Con todo, debe reconocerse que entran en la ecuación otros factores no previstos capaces de agravar la desaceleración, como los efectos de la guerra comercial entre EEUU y China o la crisis en países a los que España tiene gran exposición (como Argentina). En este escenario, más incierto, resultan muy arriesgados los mensajes que el Gobierno transmite. Poco importa que su minoría parlamentaría lo limite. Toda la estabilidad que la ministra Calviño fomenta al comprometerse con los objetivos de déficit (incluso si son los propios del PP) se evapora cuando decide apoyar más subidas de impuestos. Sobre estas alzas llegan mensajes contradictorios, pero bastan para saber que amenazan a sectores sensibles como el diésel, las transacciones financieras o las rentas altas. En paralelo proliferan las promesas de más gasto con alusiones a la eliminación de peajes o mediante los compromisos asumidos con Podemos. Está por verse cuántas de estas medidas se materializarán, pero las señales que el Ejecutivo emite minan la confianza de empresas y de inversores, lo que amenaza con ahondar hasta niveles mucho más preocupantes (incluso del 1,5 por ciento) la desaceleración.