H ace diez años, la caída de Lehman Brothers marcó el punto álgido de la crisis financiera. En ese momento, yo era economista de una de las mayores entidades financieras del Reino Unido. Trabajar allí me dio abundantes ideas sobre las implicaciones psicológicas en juego, tanto en esa institución como en las empresas a las que apoyaba. Muchas de esas compañías eran relativamente jóvenes y emprendedoras. Cuando la crisis de crédito se expandió y algunos de aquellos negocios comenzaron inevitablemente a tener problemas, sus directivos siempre podían exponer las razones que explicaban por qué ellos iban a estar bien. El sesgo optimista entre los creadores de negocios es a menudo positivo; necesitan tener un apetito sustancial por el riesgo -porque tienen productos o servicios exitosos y porque nunca se han endeudado excesivamente. Aun así, algunos de estas entidades se hundieron, y parte de ese optimismo fue simplemente arrogancia: la excesiva confianza en uno mismo que provoca la ira de los dioses en las tragedias griegas. Sin embargo, la arrogancia en las grandes instituciones financieras fue más allá de lo que vimos incluso en nuestros clientes más audaces. Aunque son pocos los que pueden decir que vieron la crisis venir, muchos de nosotros nos sentíamos incómodos por los excesos que se dejaron ver en el período previo al desplome. La ostentación en las celebraciones corporativas en favor de causas benéficas era un presagio bastante evidente. Aquellas subastas por buenas causas que se celebraban en lujosos emplazamientos tras cenas extravagantes y cuya financiación habría sido mejor utilizada por las organizaciones benéficas correspondientes. Los directivos y sus esposas pujaban inmensas sumas de dinero por "experiencias", pinturas y -en una ocasión difícil de olvidar- por la ropa interior firmada por una estrella del pop. Nuestra propia conferencia de directivos a finales de 2006 también fue extravagante, con presentaciones de impulsivos directores de compañías celebrada en una capital europea. Tantas personas llegaron desde lugares tan lejanos como Australia que causaron un bloqueo total en la ciudad. Un año después, al mismo tiempo que la financiación a corto plazo de la banca se reducía, la atmósfera cambió. La conferencia de 2007 se celebró en Londres. Las conferencias incluían temas como "el trabajo en equipo en circunstancias cambiantes" y "encontrando nuestro camino". La dirección claramente creía que debíamos encontrar nuestro camino. Al final, no lo hicimos. Otra característica de ese momento fue la virulenta competición entre las instituciones financieras escocesas. Eran supuestamente negocios globales o, al menos, sus ambiciones lo eran. Con todo, sus equipos directivos estaban obsesionados por cómo lo hacían sus rivales locales, porque esa era la gente con la que ellos compartían las calles, las escuelas, y los clubs de golf. Lo mismo ocurría en Irlanda. Así que se producía esa concentración geográfica de un comportamiento ultracompetitivo, de asunción de riesgos y una gran resistencia a perderse todo lo que hacían los competidores. Había claramente un elemento adictivo, con cobertura mediática positiva sobre operaciones audaces que solo contribuían a reforzar este patrón de comportamiento. Esto creó una espiral de excesiva competitividad y optimismo. Y cuando las cosas se deterioraron, este comportamiento de amor al riesgo degeneró en paranoia y en medidas defensivas. Conforme la crisis se hacía más profunda, instituciones como en la que yo trabajaba se vieron presionadas tanto por el mercado como por los medios. Con todo el mundo vigilando de forma constante la evolución del precio de la acción, la cultura de "ellos y nosotros" apareció rápidamente. La lealtad a la compañía fue claramente una fuente de fortaleza psicológica temporal. Los compañeros se quejaban constantemente de las ventas a corto - la práctica de hacer dinero con la caída en el precio de una compañía-. Los vendedores a corto pueden distorsionar y explotar percepciones del mercado, pero también puede ser un síntoma de problemas más profundos. Sin embargo, en lugar de preocuparse porque sus puestos de trabajo podrían estar en riesgo, la mayor parte de ellos simplemente culpaban a los vendedores en corto. Los directivos sénior confundían los síntomas con las causas, echando la culpa a los problemas de liquidez de las instituciones -acceso a la financiación de corto plazo- en lugar mirar a la potencial crisis de solvencia que subyacía. Entre tato, los equipos directivos bloquearon el acceso a internet en sus oficinas a los blogs de algunos famosos comentaristas financieros. A pesar de ello, todavía podíamos acceder a través de nuestras Blackberries, y el sesgo optimista pasó a ser una farsa. Un par de días después del colapso de Lehman Brothers supimos que para nosotros sería sólo una cuestión de tiempo. El precio de nuestras acciones caía con fuerza. Esa semana compré un abrigo de invierno online. Entre el momento en el que hice la solicitud y el momento de pagar, el precio de la acción había caído otro 10 por ciento. La última mañana acudí a la oficina a completar mis gastos. Había empezado a hacerlo de forma más regular desde que comenzó la crisis, como también había comenzado a revisar que mi salario llegaba a mi cuenta bancaria. No obstante, cuando llegué después de caminar media hora, el precio de la acción se había suspendido. Y eso fue todo. Como en una tragedia griega, hibris (arrogancia) fue seguida por némesis (justicia) y una vieja institución centenaria cayó por los excesos de unos cuantos años salvajes. Mientras el recuerdo del pánico de 2008 comienza a desvanecerse, deberíamos ser conscientes de que seguimos siendo igual de susceptibles a comportamientos como estos que pueden cegar nuestro juicio frente a una crisis