La mayoría de los grandes ayuntamientos españoles está exprimiendo al ciudadano con la vivienda: casi la mitad ha subido el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) este año y 10 grandes capitales ya no pueden ponerlo más caro porque no les deja la ley. El IBI es el impuesto más ordeñado de la financiación municipal. La razón es que crece la población y aumentan las demandas de servicios, pero los recursos de los alcaldes son casi los de siempre. Por si eso fuera poco -aunque no se puede generalizar porque hay más de 8.000 municipios- la gestión de los impuestos no es la ideal y el control del gasto es muy mejorable. Lo normal es que un alcalde prefiera pedir más dinero a las autonomías y al Estado que asumir la responsabilidad de imponer nuevas tasas. Huye del riesgo de explicarle al ciudadano que el polideportivo y la escuela que le está pidiendo le va a costar una subida de su contribución. Algunos, incluso prestan servicios como la recogida de basuras sin cobrar por ellos. Eso podría costarles el puesto en las elecciones municipales. Además, la Administración municipal es la peor gestionada y la peor supervisada. Muchas veces, el descontrol del gasto y la deuda galopante se deben, simplemente, a que los ediles no saben lo que es un simple balance. En cuanto a la supervisión, basta con ver el pobre papel -por ignorancia o algún motivo menos confesable- que juegan los interventores en las irregularidades inmobiliarias que saltan con frecuencia. Si los ayuntamientos deben atender más competencias, no sólo se les debe dar más dinero, sino también más capacidad impositiva para que asuman en primera persona el coste político de crearlos. En la parte que afecta al control de gasto, hay que estudiar algún sistema más eficaz de auditoría, quizá pilotado por las autonomías.