T erminaron los debates presidenciales de esta campaña. Han sido los peores desde que comenzaron a emitirse por televisión en 1960. Hillary Clinton, con más conocimientos y experiencia, no es popular. No despierta simpatías, mucho menos afectos. Sin carisma, está donde está porque Donald Trump la empuja hacia arriba. Su rival intenta ganarse a los estadounidenses indignados blancos y con menos formación. Un charlatán que ha tratado de ocultar su ignorancia tras zafiedades y groserías. Sabe que una parte de sus partidarios aplaude sus extravagancias. En los tres encuentros Clinton resultó vencedora si bien en el primero ambos contendientes lograron convencer y movilizar a los suyos. Cuando se hizo público un vídeo en el que se refería en términos soeces y denigrantes a las mujeres volvió a manifestarse el brutal machismo de Trump. A las pocas horas varios líderes republicanos condenaban su actitud y algunos sugerían que se retirase de la campaña. El propio candidato a la vicepresidencia, Mike Pence, se declaró ofendido. El voto femenino optará mayoritariamente por la demócrata. Tras sus ofensivas declaraciones, Trump según los sondeos perdería también el segmento de las mujeres casadas, favorable a los republicanos en las cuatro últimas elecciones. Las mujeres representan más de la mitad del electorado. El segundo debate fue una debacle. Insultos, despropósitos y disparates. En vez de propuestas, acusaciones de conductas delictivas y faltas de integridad. De haberse celebrado en cualquier otro país se hubiera calificado como lo que en realidad fue: un vergonzoso espectáculo de república bananera. Su tercer cara a cara, el menos malo, tuvo el objetivo de convencer a los indecisos. Fue el más técnico y permitió contrastar políticas de una y otro en cuestiones como inmigración, armas, aborto, Corte Suprema, tratados de libre comercio, política exterior, etc. Las declaraciones finales de los candidatos lo dicen todo sobre su cualificación: mientras Clinton ofreció un resumen consistente de su agenda política aunque sin entrar en detalles, Trump saltó de un tema a otro y sin explicar cómo quiere llevar a cabo sus grandilocuentes, y a menudo absurdos, planes. Su única receta es culpar a los demás. Y en concreto a su contrincante de todos los males. Clinton de nuevo lo hizo mejor. No obstante, es el republicano quien vuelve a dominar la discusión con su reticencia a aceptar lo que digan las urnas. En el debate había dicho: “Lo dejo en suspenso”. Hillary no lo supo aprovechar: su adversario estaba echando tierra sobre la elección y el sistema. Trump insistió como un desafío: “Aceptaré totalmente los resultados de esta gran e histórica elección presidencial … si gano”. Es su golpe definitivo. No respeta a nadie. Ni las reglas democráticas. Su estrategia será atribuir su fracaso al sistema corrupto. Volvió a echar mano de las teorías conspirativas que en las redes sociales hallan la repercusión perfecta y que tienen muchos seguidores. Además del núcleo duro del Movimiento Trump todos aquellos que desde hace tiempo se sienten menospreciados y ya no confían en Washington. Quedan dos semanas para elegir al sucesor de Barack Obama. Si no hay más filtraciones de correos electrónicos comprometedores o alguna catastrófica prueba que la condene a ojos de la sociedad, Hillary será virtualmente la primera mujer presidenta de EEUU. Pero nada está decidido todavía y las bases de Trump se mantienen fieles. Conviene no olvidar las amargas lecciones que ha dejado el Brexit y el plebiscito colombiano por la paz que parecían claros. Es probable que Trump nunca haya querido la agotadora Presidencia. A este ególatra, un narcisista enfermizo, desde un principio lo que le interesó fue dar toda la publicidad imaginable a la marca Trump. No va a abandonar una estrategia que a su modo beneficia sus intereses. Deja por el camino a un partido republicano roto que de manera incomprensible llegó a aceptarlo. La formación de Abraham Lincoln, constantemente humillado por su propio candidato, se enfrenta a una gravísima crisis de credibilidad. El consenso básico e inamovible de cualquier democracia es que se reconozca el deseo de la mayoría. Trump socava este fundamento. Hay un desinterés generalizado. Los daños pueden ser incalculables. El día después de las elecciones se presenta como un gravísimo problema para la sociedad norteamericana. Supondrá un reto enorme superar la división y la desconfianza. En el fondo se trata de dilucidar si el EEUU anglosajón está dispuesto a aceptar los cambios demográficos. Admitir que unas minorías que cada vez lo son menos tomen otras decisiones.