Visto desde Bruselas, no extraña ni que el Gobierno español haya afrontado la crisis de los cayucos pidiendo ayuda a la UE, ni que los alemanes nos hayan enviado a paseo. España tardará mucho en quitarse el sanbenito de pedigüeña; Reino Unido probablemente no se librará nunca del de cortocircuitar todo avance posible; y a la recién llegada Polonia ya le han colgado el de reunir lo peorcito de británicos y españoles.Cuando la cara de España en Bruselas era Felipe González, los diplomáticos españoles ordeñaban la vaca de los fondos comunitarios con la simpatía del recién llegado siempre alineado con las tesis del eje franco-alemán. Con la llegada de José María Aznar, el cambio de talante fue radical. En ambas partes. La condescendencia de Helmut Kohl y François Mitterrand cedió paso a la prepotencia sin tapujos de Gerhard Schroeder y Jacques Chirac.Y en contra de lo que suele ocurrir cuando un equipo de fútbol español pisa un estadio alemán, Aznar no se arrugó en la cumbre de Berlín en 1999. Se pasó la noche fumando puros y bloqueando la aprobación de los presupuestos comunitarios, hasta que de madrugada Schroeder aceptó su derrota y concedió a España una generosa prórroga hasta 2006 del maná comunitario. Los españoles todavía estamos cobrando el resultado del pulso en forma de fondos de la UE.Pero la altanería también la estamos pagando en concepto de malas vibraciones y de ganas que nos tienen los contribuyentes a las arcas comunitarias: alemanes, holandeses, austriacos, suecos, británicos y franceses. Luego llegó José Luis Rodríguez Zapatero, que por la construcción europea apenas se ha dejado ver si no fue para lograr en dicembre la última propina hasta 2013; y que la semana pasada envió a tres ministros a pedir apoyo frente a la oleada de inmigrantes en Canarias. Lo único que sacaron en claro es que por donde pasó el puro de Aznar, como el caballo de Atila, aún no ha crecido la hierba.