L a gobernabilidad del Estado requiere resolver los pactos y negociaciones en curso, que en un contexto fragmentado como el del 20-D no es, obviamente, un proceso automático. Pero una vez formado el Gobierno, ya sea en minoría, una gran coalición o resultado de nuevas elecciones, serán necesarios acuerdos para garantizar una estabilidad política e institucional que contribuya al crecimiento y bienestar. Hay graves problemas que padecemos desde décadas; algunos han registrado aparentes mejorías desde 2013, confirmadas en 2014 y afianzadas en 2015, donde se creció al ritmo más alto de los grandes países europeos, un 3,2 por ciento tras aumentar un 0,8 por ciento en cuarto trimestre. En primer lugar el desempleo, que en realidad es el efecto perverso de un modelo productivo deficiente, también desde décadas. Prueba de ello es que en las mejores épocas de crecimiento no ha descendido de niveles claramente inaceptables para cualquier país del entorno desarrollado. La tasa de paro está todavía en el 20,9 por ciento (EPA del cuarto trimestre) pero el empleo creado es más bien precario. En segundo lugar la corrupción, raíz de problemas tan importantes como la formación de burbujas especulativas, la economía sumergida o incluso mayores déficits fiscales, que en momentos parece asumirse como connatural al ejercicio de la política. El desafío catalán a la soberanía nacional complica la formación del gobierno. Es obvio que algunos partidos lo apoyan para evitar trasvases de votos hacia el independentismo, pero, como los anteriores problemas, tiene su origen mucho antes. Hay quienes han considerado, desde lustros, que revisar la financiación de las CCAA (donde han predominado los déficits crecientes), absolutamente imprescindible y al margen de las demandas independentistas (se habló anteriormente) era como ceder a un chantaje. Los mismos que, con anteriores presidentes, gobernaron con apoyo de partidos nacionalistas cuando les convenía, bajo la premisa, que vuelve, del “todo es negociable”. La consecuencia: el bipartidismo ha perdido iniciativa y parte del nacionalismo se ha ido radicalizando y convirtiendo en independentismo. La “política del avestruz” pasa factura con la de hechos consumados. Lo primero a destacar es la evidencia legal de que no se puede iniciar ningún procés independentista ni celebrarse un referéndum de autodeterminación, pero también la falta de respuesta, salvo judicial, del Gobierno central a los desafíos pro-soberanistas. Fue en 2013 cuando el Parlamento catalán aprobó la declaración atribuyendo a su pueblo la condición de soberano e iniciando el procés, una de cuyas fases era la elaboración de una Ley de consultas populares que las permitiera sin autorización del Gobierno. Aunque fue recurrida y declarada en suspenso por el TC, el 9 de noviembre de 2014 se celebró la “encuesta con votación no vinculante”, declarada inconstitucional meses después. El 9 de noviembre de 2015 el Parlamento catalán aprobó la declaración de inicio del procés, también recurrida y anulada. Y ya está en marcha el programa de Gobierno, con proposiciones de ley preparadas, que defiende proclamar la independencia en 18 meses, con posterior referéndum de ratificación. El principio de unidad impide el reconocimiento del derecho de autodeterminación, pero de seguir la política del avestruz -o de recursos e impugnaciones inoperantes- lo siguiente sería celebrar el referéndum y posteriormente que se declarara inconstitucional. ¿Y qué vendría después? Pues es evidente que más presión y unidad de acción de las fuerzas independentistas, con consecuencias que podrían ser irreversibles. ¿Qué hacer? Encuestas solventes muestran que una mayoría de españoles apoyaría una reforma constitucional para cambiar el modelo territorial. La mayoría que gobierne tiene que romper la inercia de frontal cerrazón e iniciar un diálogo constructivo con esa otra mayoría catalana que no se manifestó el 27-S por la ruptura y muchos sectores que estos meses se habían alejado públicamente del independentismo. Excluyendo, por tanto, los sectores más radicales, cuya estrategia, con toda probabilidad, va a ser la provocación. Estudiar unas demandas que llevan lustros, como una mayor corresponsabilidad fiscal (algo en lo que coinciden casi todos los expertos de primer nivel) que frene el incentivo al gasto de unas CCAA a costa de otras; han pasado varias décadas desde la Constitución de 1978, y las desigualdades regionales no se solucionan con transferencias permanentes, pues aplazan la resolución de los obstáculos de fondo. Hay que ir a la raíz de los problemas para consolidar una salida de la crisis que podría verse obstaculizado por riesgos geopolíticos.