C on Con mucha frecuencia se habla de reformas estructurales pero éstas siempre tardan en llegar o parece que no van a llegar nunca. Una de tales reformas, de las que se habla desde mediados de la década de los años 90, se refiere a la libertad de comercio. Cuando se habla de libertad de comercio se piensa, sobre todo, en libertad de horarios y libertad de establecimiento. Algo elemental en una economía de mercado moderna. Sin embargo, quienes no creen en la libertad y mediante restricciones a la misma buscan mejorar sus resultados electorales, elaboran falaces argumentos para restringirla. En unos casos hablan del modelo mediterráneo, en otros de las externalidades negativas sobre el medio ambiente e, incluso, del descanso dominical. Jamás piensan que el modelo mediterráneo es una invención sin fundamento, que el medio ambiente ya está deteriorado sin que los grandes formatos de comercio hayan contribuido significativamente a ello y que el descanso dominical poco importa a quienes desesperan toda la semana porque no tienen un puesto de trabajo. Mito tras mito a cambio de votos. Para reforzar el mito ¡cómo no! el burócrata de turno, con singular soberbia jurídica, se inventa un nuevo impuesto: el impuesto sobre grandes establecimientos comerciales (IGEC). Dicho impuesto es aplicado actualmente por seis haciendas subcentrales: Aragón, Asturias, Canarias, Cataluña, La Rioja y Navarra. Cataluña inició la triste procesión de los cofrades liberticidas. Sin embargo, la costumbre de prohibir no responde a una cuestión ideológica: todos los colores de la paleta política reprimen la libertad económica. Ni unidad de mercado ni unidad de criterio. En otros términos: la mano peluda del intervencionista patrio está presente en todas partes. El IGEC es un invento de la Generalidad de Cataluña que data del año 2000. Aunque parezca sorprendente contó, doce años después, con el respaldo del Tribunal Constitucional. Sin embargo, el asunto se elevó a las instancias comunitarias pues dicho impuesto tiene aptitud para alterar la libre y leal competencia pues discrimina de forma injustificada a unos establecimientos frente a otros que ofrecen los mismos productos o productos similares; en todo caso sustitutivos, que, en consecuencia, forman parte del mismo mercado relevante. Dicha interpretación coincide con lo dicho en el Informe de la Comisión de Expertos para la Reforma del Sistema Tributario Español (febrero, 2014). Además, de acuerdo con la Comisión, "suponen una evidente ruptura de la unidad de mercado". La conclusión es clara: dicho impuesto debe ser suprimido; y así se propuso. Veamos un ejemplo concreto. En la página web de la Generalidad de Cataluña se dice que el IGEC "grava la capacidad económica singular de determinados establecimientos comerciales que están implantados en grandes superficies". La referencia a la "singularidad" es sorprendente pues vale tanto para indicar que ocupan mucho espacio como para defender que son motores de la actividad económica en una determinada zona. Y añade: contribuyen "de una forma decisiva a tener posición de dominio en el sector". Sorprende la referencia a la posición de dominio pues desde el punto de vista del Derecho de la competencia, dicha posición no está prohibida pues lo que la ley considera ilegal es el abuso de la misma. Por supuesto, en caso de acreditarse dicho abuso lo pertinente es utilizar los mecanismos que ofrece la Ley de Defensa de la Competencia. Pero no es de recibo utilizar un argumento falaz para intentar justificar algo que va en contra del sentido preciso de la noción de posición de dominio. Ahora Europa se ocupa de esta cuestión. Tarde, como casi siempre. Ya se ha hecho mucho daño y, en su caso, deberían exigirse compensaciones por ello. En relación con esta cuestión, el Secretario de Estado de Comercio, Jaime García Legaz, en la clausura de la Asamblea anual de ANGED, manifestó que la Unión Europea está analizando el diseño del mencionado impuesto sobre las grandes superficies pues es probable que sea incompatible con el derecho comunitario. Con tales referencias es necesario esperar -¿por cuánto tiempo?- y confiar en que el fallo sobre esta cuestión se ajuste a derecho, sea debidamente motivado y atienda a la racionalidad económica. Y, sobre todo, seamos políticamente exigentes para que nunca más se dañe al interés público y se prescinda de la racionalidad.