A l albur de banderas, símbolos de lo colectivo, se han dado las mayores muestras de heroísmo y los más grandes desatinos. Los siglos pasados estuvieron llenos de ambos; de canciones emotivas y lloros desgarrados. En la primera mitad del siglo pasado revoluciones prometedoras de sociedades utópicas desataron energías inusitadas. Pero al final casi todo acabó en desgracias para unos, los perdedores y desgracias para otros, los vencedores. La utópica sociedad comunista acabó en los gulag y el abandono del proyecto cuando se fue consciente de sus consecuencias. La llamada nazi a una raza superior hundió el mundo en el horror. La humanidad escarmentada inventó lugares de encuentro para solucionar las diferencias, la Sociedad de naciones y la ONU. Europa descubrió que sólo los caminos de la unión y la solidaridad ofrecían soluciones estables y prometedoras. Se tardó mucho en descubrir que el imaginario de la Nación/Estado no era suficiente para aportar el bienestar a los ciudadanos. Ciudadanos, en realidad, miembros de una sociedad: la humanidad. Sólo las comunidades grandes aseguran la libertad. Grandes en extensión geográfica y población; grandes en ideales y proyecto de futuro; grandes en capacidad de resolver sus conflictos por vías pacíficas manteniéndolas unidas; grandes en solidaridad. Lo demás ha sido un fracaso histórico. Lo pequeño se convierte en mezquino y manipulable. Es el pequeño burgués egoísta y caciquil el que se encuentra a sus anchas desentendiéndose. Esa sociedad empequeñecida que parecía lo sensato, acabó en lo insensato. Porque la sensatez es buscar el bien de los otros, ya que, como dijo alguien: lo demás se os dará por añadidura ¿Hay que reclamar la sensatez? Los contrarios a la secesión de Cataluña argumentan que juntos somos más fuertes. Poco importa eso. Lo que importa es que juntos somos mejores, más humanos. Porque juntos significa que a cada uno nos importan los demás.