A estas alturas de una larga crisis que podría prolongarse por factores añadidos del entorno, subsisten descomunales tasas de paro y un PIB insuficiente para absorber con cierta celeridad la enorme bolsa de desempleados que ha dejado un modelo productivo concentrado en sectores de escaso valor añadido y empleos poco cualificados. En cinco años (2009-13) el PIB ha caído cerca de 7 puntos porcentuales, mientras que la tasa de paro ha aumentado en más de ocho puntos. El Gobierno destaca que en 2014 crecemos más que la media europea: un 0,6 por ciento en el segundo trimestre y un 0,4 por ciento en el primero, superando a los países fuertes como Alemania y Francia, de forma que por unos meses nos hemos convertido en motor de una Eurozona estancada (su PIB registró un crecimiento nulo). Bien, el mundo crecerá en 2014 un 3,4 por ciento (FMI) pese a una esperada desaceleración de Estados Unidos (tras haber crecido 6.2 puntos porcentuales y creado 8 millones de empleos en el período 2009-13), y las previsiones para España durante este año señalan un crecimiento del PIB entre el 1.2 y 1.3 por ciento (FMI y Funcas), añadiendo el FMI una sola décima cada año hasta llegar en 2019 al 2 por ciento, con lo que, aunque se crearan flujos de empleo netos, llevaría considerable tiempo reducir el desequilibrio acumulado, por mucho que haya bajado la elasticidad del empleo respecto al crecimiento del PIB. Lo cierto es que, conforme se conocen los datos del tercer trimestre, este crecimiento se está ralentizando. A la vista de esta evolución, hay que ser prudentes con las comparaciones. No es lo mismo desacelerarse, o incluso decrecer, sin dejar de crecer sectores como la industria de alta tecnología, química o farmacia, caso de Alemania y Francia, que superar en unas décimas sus tasas de crecimiento por una menor caída de la inversión en construcción (en el segundo trimestre creció por primera vez desde 2008 el VAB del sector) y un mayor aporte de un turismo coyunturalmente favorecido por factores geopolíticos. Para algunos países fuertes de Europa, especialmente Alemania, una nueva recesión significaría que su demanda sería insuficiente para alcanzar el pleno empleo, lo que explica en buena parte las medidas expansivas del BCE para toda la eurozona, similares a las que hace años tomaron los bancos centrales de EEUU, Reino Unido o Japón. Por eso resulta algo patético justificar una probable desaceleración tratando de incluirnos en el mismo grupo de afectados por la crisis europea, cuando quintuplicamos la tasa de paro de la principal economía europea (Alemania, con un 4,9 por ciento) y más que doblamos la media de los países de la eurozona, de la Europa de los 28 o de Francia, país que tanto preocupa (Eurostat, datos de julio). Resulta igualmente irónico haber echado la culpa de nuestros males al impasse de la política europea cuando, como algunos gobiernos europeos piensan, se trataría de ayudarnos a salir de una crisis fundamentalmente interna y causada por prácticas irresponsables. Claro que, desde hace años, parte de la sociedad mira con desconfianza a buena parte de la clase política, ya desprestigiada por la corrupción, y en particular a los responsables económicos de las últimas legislaturas, que hasta la fecha más bien han implantado reformas que, aunque son necesarias, solo por sí mismas generan frágiles recuperaciones, a las que pueden suceder constantes recaídas. Es obvio la necesidad de políticas más proactivas, de lo que se vuelve a hablar estos días (ver la Agenda para el Fortalecimiento del Sector Industrial, para fomentar un crecimiento sostenible, no basado en repuntes del consumo o de la construcción residencial. Esto es imprescindible para combatir el persistente desempleo y crear trabajos estables y cualificados. No ya para compararnos con cualquier país de la Eurozona, que también, sino para evitar una gran crisis social y política. Es bueno superar a los alemanes en crecimiento, pero no exageremos. Es muy probable que la ayuda del BCE a la eurozona nos beneficie, como miembros. Pero además de la política monetaria, que es a escala europea, cada país hace sus políticas internas. Entre ellas una política industrial, independientemente de ciclos políticos, que impulse sectores con mayor valor añadido y mejoras de la productividad. Como los alemanes.