La inflación cayó seis décimas en julio -por el efecto de las rebajas de los comercios de todos los años-, pero la tasa interanual -es decir, los últimos 12 meses- ha subido al 4 por ciento. Es una pésima cifra que duplica la que el Banco Central Europeo (BCE) considera peligrosa para la UE y es 1,5 puntos superior a la media de la eurozona. La inflación española lleva tantos años enquistada en niveles altos que ya es difícil atribuir toda a los elevados precios del petróleo -combustible del que España es muy dependiente-. La inflación -el "impuesto de los pobres"- empobrece el margen de maniobra de los particulares, que pueden comprar menos con lo mismo, y perjudica a los exportadores, que, de entrada, tienen que competir en los mercados internacionales con un sobrecoste de precio. Además, es perjudicial para la competitividad de las empresas, que tienen que subir los salarios porque la mayoría de los convenios colectivos lo hacen obligatorio si aumentan demasiado los precios. El Gobierno no puede manejar los tipos de interés -el precio del dinero- para frenar el consumo y reducir la inflación porque eso es competencia del BCE. Sólo puede intentar gastar menos de lo que ingresa, para no animar a la economía; atacar el alto precio del petróleo, vigilando que haya competencia en la distribución; y liberalizar más los mercados de bienes y servicios, aunque ésta es una medida que sólo produce efectos a largo plazo. No hay motivos para ser demasiado optimistas en estos tres frentes. Especialmente, en el último, el de las reformas estructurales de los mercados. No hay más que ver el intervencionismo del Gobierno en el sector energético: era favorable a la fusión entre Gas Natural y Endesa, que hubiera reducido el número de competidores en gas y en electricidad.