El Gobierno italiano ha dado razones nada convicentes para bloquear la fusión de la italiana Autostrade y la española Abertis. La primera es que las normas italianas no permiten que haya un constructor -en este caso, la española ACS- en el capital de una concesionaria de infraestructuras por el riesgo de que se encarezca el coste de las obras, lo que haría subir las tarifas. Esta claúsula, que ha desempolvado el Gobierno italiano para entrometerse en una operación entre empresas privadas, es insostenible. Primero, porque en el capital de la empresa fusionada habrá muchos accionistas no constructores que jamás permitirían que se les diese gato por liebre. Y en segundo lugar, porque la integración de un constructor y un gestor de infraestructuras puede producir ahorros de costes en las obras y en la gestión -como ha demostrado hasta la saciedad la propia Abertis, que tiene a la constructora ACS como primer accionista-, lo cuál incluso da margen para bajar las tarifas. En cuanto a la segunda razón de Italia para frenar la fusión -el riesgo de las inversiones, la calidad y la seguridad- es poco creíble: si la nueva empresa hiciera eso, disminuiría el valor de la compañía, lo que no parece que vaya a interesar a los accionistas. Entonces, ¿qué le queda al Gobierno italiano? Nada, salvo el intervencionismo y alguna clave de política interna. Son dos factores pobres y, sobre todo, contrarios a las normas de competencia de la UE. Es probable, y, desde luego, conveniente, que Bruselas tome las riendas de la operación. Es evidente que Italia no tiene nada que decir en una fusión que daría lugar al líder mundial de gestión de concesiones, con operaciones en 16 países y 20.000 empleados: ¿Quién sería más adecuado para gestionar de forma óptima las autopistas italianas?