Un corolario del famoso principio de Peter dice que el grado de responsabilidad de una persona es inversamente proporcional a lo que se tarda en descubrir sus errores. Es decir, que la de un operario es poca, porque su capataz rápidamente le corrige, y la de un alto directivo es mucha, porque pasan décadas hasta que queda claro que su decisión fue equivocada. Si eso se traslada a la negociación del Estatut, la cosa da cierto vértigo: podemos saber los matices erróneos que el Tribunal Constitucional va a corregir de la norma, pero pasarán muchos años hasta que sepamos si el cambio hacia un modelo federal que se da ahora, y la confianza que se pone en los dirigentes autonómicos, van en la dirección adecuada.En principio, la descentralización no es mala. Cuanto más cerca están los dirigentes de quienes les votan, más debieran tener en cuenta sus necesidades y mejor debieran ser los servicios públicos que les prestan. Pero esa cercanía provoca también ceguera en la objetividad: cuanto más conoces a quien ordenas, más favores le permites, más se deteriora la transparencia y se propagan el clientelismo y la corrupción. Y que me perdonen, pero algo saben en Cataluña de todo esto.El 9 de agosto echa a andar la criatura, despacio, pero segura. Pero no es sólo el Estatut de los catalanes, es el de todos los españoles. De sus pautas beberán las demás reformas y su modelo de financiación marcará el reparto del dinero público de los españoles. Es hora de que operarios y directivos de la política se carguen de responsabilidad, para que no tengamos que acordarnos del principio de Peter dentro de una década, cuando lamentemos lo no hecho ahora. Y qué mejor camino para estar seguros que el Constitucional, que nos ha dado un cuarto de siglo de convivencia y progreso. Que nadie rechace de antemano ese debate con soflamas partidistas. Hay que ser muy escrupulosos en cada concepto y cada artículo, para que de verdad sea un Estatut de todos.