R econozco que pedir serenidad, reflexión y distanciamiento de la avalancha de noticias, flashes y datos reales o imaginarios que nos embotan cada día, es demandar un esfuerzo titánico. Sin embargo, es imprescindible para indagar sobre otros parámetros de ingeniería social capaz de hacer realidad y en positivo la salida de esta barbarie. Si se consigue, el siguiente paso es aprestarse a usar dos herramientas básicas, el sentido común y la consciencia de que somos, como humanos, el producto de un proceso que puede, o no, avanzar en la línea de lo que hemos convenido en denominar dignidad humana O por el contrario estancarse o retroceder al albur de fuerzas supuestamente incontrolables: mercados, leyes económicas inmutables y ahistóricas o vaivenes de un azar impredecible. Sobre el sentido común hay dos concepciones al uso; la una, la que más se suele utilizar por el poder y su ámbito de hegemonía axiológica, es aquella que lo hace sinónimo de aceptación acrítica, de sabiduría inherente a la aceptación del yugo ideológico y sus consecuencias sociales, de virtud personal y cívica caracterizada por la prudente resignación. El sentido común se expresa como una hoja de ruta para dominados a los que no les importa serlo. Pero el sentido común tiene otra concepción y otro desarrollo histórico distinto. Se trata de la actitud que necesita de la razón, la evidencia, la lógica, la ciencia y la pasión por la justicia para construir sus hábitats mentales, sus valores y sus pautas de conducta personal y social. Esta concepción es una fuerza de cambio justo y puesto en razón. Se asienta en evidencias y en valores incontestables. Bajo el título de Common Sense publicó en 1776 Thomas Paine (1737- 1801) un escrito que resume, en su incardinación histórica concreta, el inmenso poder y valor de esta visión del sentido común en la cual me baso para desarrollar mi exposición. Queda para culminar esta parte de la argumentación, señalar los contenidos actuales, del siglo XXI, del sentido común.