E l futuro de nuestro planeta depende de la rápida transición de la economía mundial al "crecimiento verde" o las formas de producción basadas en tecnologías limpias que reduzcan considerablemente las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. Sin embargo, el precio del carbono sigue siendo erróneo por los subsidios a los combustibles fósiles y la ausencia de ingresos fiscales necesarios para abordar las externalidades globales del cambio climático. En ese contexto, las subvenciones al desarrollo de las tecnologías verdes (eólica, solar, bioenergética, geotérmica, de hidrógeno y pilas de combustible, entre otras) son doblemente importantes. Por un lado, animan a los pioneros a invertir en empresas inciertas y arriesgadas, y los esfuerzos resultantes de la investigación y el desarrollo generan unas ventajas sociales extensas y valiosas. Por el otro, contrarrestan los efectos del precio erróneo del carbono en la dirección del cambio tecnológico. Estas dos consideraciones plantean razones de refuerzo mutuo para que los gobiernos cuiden y apoyen a las tecnologías verdes. De hecho, el apoyo se ha vuelto extensivo tanto en las economías avanzadas como en las emergentes. Si nos fijamos en estas economías, encontraremos un abanico pasmoso de iniciativas estatales pensadas para fomentar el uso de la energía renovable y estimular la inversión en tecnologías verdes. Aunque fijar un precio exhaustivo para el carbono sería una forma mucho más acertada de luchar contra el cambio climático, casi todos los gobiernos se decantan por subvenciones y normativas que mejoren la rentabilidad de la inversión en energías renovables. A menudo, la motivación de los gobiernos parece ser dotar a las industrias nacionales de una ventaja frente a la competencia extranjera. En general, esa clase de motivación competitiva se considera como una técnica de empobrecer al prójimo. Las consideraciones de cuota de mercado no aportan nada desde un punto de vista global a los sectores tradicionales y cualquier recurso invertido en generar ganancias nacionales es a costa de pérdidas internacionales. Aun así, en el contexto del crecimiento verde, los esfuerzos nacionales de apoyo a los sectores verdes nacionales pueden ser deseables a escala internacional, incluso si parten de una motivación provinciana o mercantilista. Cuando la arenga transfronteriza milita contra la fiscalidad del carbono y los subsidios al desarrollo tecnológico en las industrias limpias, apoyar a los sectores verdes por razones competitivas sólo puede ser bueno. Los detractores de la política industrial se basan en dos argumentos. El primero: los gobiernos no poseen la información necesaria para tomar las decisiones correctas en cuanto a qué empresas o sectores apoyar. El segundo: cuando los gobiernos se disponen a apoyar a un sector concreto, se vuelven vulnerables a la búsqueda de rentabilidad y la manipulación política de las empresas bien conectadas y los grupos de presión. En EEUU, la quiebra de Solyndra en 2011 (un fabricante de placas solares que se hundió tras recibir más de quinientos millones de dólares en garantías de préstamos del estado) parece ilustrar ambos fracasos. En realidad, el primero de los argumentos (la falta de omnisciencia) es en cierto modo irrelevante, mientras que el problema de la búsqueda de rentabilidad puede superarse con un diseño institucional óptimo. La política industrial correcta no depende de la omnisciencia de los gobiernos ni de su capacidad para escoger a los ganadores, ya que los fallos son una parte inevitable y necesaria de todo programa bien diseñado. Aunque es pronto todavía para alcanzar un veredicto concluyente sobre el programa de garantías de préstamos de Estados Unidos, está claro que el caso Solyndra no puede analizarse correctamente sin tener en cuenta los muchos éxitos engendrados por el programa. Tesla Motors, que recibió una garantía crediticia de 465 millones de dólares en 2009, ha visto sus acciones subir como la espuma y devolvió el préstamo antes de plazo. Un análisis del departamento de EEUU de los programas de eficiencia energética descubrió que el beneficio neto alcanzaba los 30.000 millones de dólares (un rendimiento fantástico para una inversión de uno 7.000 millones de dólares en 22 años -en dólares de 1999-). Curiosamente, muchos efectos positivos se derivaron de tres proyectos relativamente modestos en el sector de la construcción. La política industrial inteligente exige mecanismos que reconozcan los errores y revisen las estrategias. Unos objetivos claros, con hitos mensurables, supervisión estrecha, análisis correcto, normas bien diseñadas y profesionalidad ofrecen salvaguardas institucionales. Por muy desafiante que pueda ser su aplicación, plantean un requisito menos formidable que el de seleccionar a los ganadores. Es más, una política industrial explícita (dirigida conscientemente y diseñada teniendo en cuenta los obstáculos) es más propensa a superar las típicas barreras informativas y políticas que otra que se aplique subrepticiamente, como suele ser el caso. La política medioambiental puede ser dañina cuando las estrategias nacionales toman la forma de no subvencionar a los sectores nacionales sino gravar a los sectores verdes extranjeros o restringir su acceso al mercado. El caso de los paneles solares es una historia con moraleja. Las disputas comerciales entre China, por un lado, y EE.UU. y Europa, por el otro, han atraído mucha atención. Por suerte, es la excepción y no la norma. Las restricciones comerciales, por ahora, han tenido un papel pequeño frente a las subvenciones a sectores nacionales. En la práctica, es improbable que se consiga una política industrial puramente ecológica, centrada únicamente en el desarrollo y la difusión de las tecnologías verdes, sin consideraciones de competitividad, ganancias comerciales y crecimiento del empleo. Los objetivos indirectos pero políticamente notables como los "empleos verdes" seguirán ofreciendo una plataforma más atractiva para la promoción de la política industrial que las energías alternativas o las tecnologías limpias. Desde un punto de vista internacional, sería mejor si la preocupación por la competitividad nacional condujese a una guerra de los subsidios que ampliara la oferta global de las tecnologías verdes y no a una guerra arancelaria, que las restrinja. Hasta ahora, ha sucedido lo primero aunque es imposible determinar si o durante cuánto tiempo continuará esa tendencia.