E n un interesante artículo aparecido en 2010 en el Wall Street Journal, dos economistas, Thomas Cooley y Lee Ohanian, escribieron un sugestivo análisis sobre las causas del enorme desempleo de los años que siguieron a la Gran Depresión en Estados Unidos. El artículo en cuestión tenía el título: FDR and the Lessons of the Depression, haciendo alusión a las siglas de Franklin Delano Roosevelt, presidente en aquellos años. Los autores entraban en la discusión que se mantenía en Estados Unidos respecto de las políticas a seguir para frenar la caída del empleo y la recesión: incrementar el gasto público, o usar la política fiscal como arma esencial. Un debate en el que entraron otros relevantes economistas, por ejemplo: Krugman, Arrow, Sharpe, Klein, Solow y Modigliani. Lógicamente, el crac del 29 queda muy lejos, y muchos argumentarán que lo que entonces era válido hoy no lo es, y viceversa. Sin embargo, hay cosas que se mantienen constantes, y una de ellas es el efecto que tiene la política fiscal en la economía. A este respecto, el planteamiento de Cooley y Ohanian no deja lugar a dudas: el aumento de impuestos, y, en especial, aquellos que afectan al capital, unido a un mayor poder de los sindicatos fue lo que condujo a la fuerte recesión de 1937 y de los siguientes años. Los datos aportados por estos autores son tan abrumadores que es difícil obviar sus conclusiones: el incremento de los costes empresariales mediante el aumento de impuestos y un mayor poder sindical en contra de la libertad de mercado es un error que al final penaliza a los que se quiere ayudar; es decir, a los trabajadores que han perdido su trabajo durante la recesión. Y es que aumentar los impuestos tiene un efecto directo sobre la actividad económica, ya que modifica casi automáticamente el comportamiento de individuos y empresas respecto de su capacidad de invertir, consumir, ahorrar y producir. Esencialmente, porque limita los incentivos en la acumulación de capital y, en consecuencia, frena la actividad económica. Lo que se traduce en menores ingresos para el Estado, contracción del crédito a empresas y familias y, en definitiva, menor crecimiento económico. Túnel de compleja salida al que siempre se suma la expansión de la deuda pública. Se dirá que hoy el único mecanismo que existe en la lucha contra el déficit viene de la política fiscal, y que en el momento en que se pueda volverán las aguas a su cauce. Un aserto que, en política, nunca se cumple: nada hay tan permanente como los impuestos que se establecen con carácter temporal. Sin embargo, los efectos de esta política impositiva son evidentes: casi nadie piensa que con este único mecanismo se vaya a dar una recuperación en el corto plazo. Tanto es así, que las propias previsiones del Gobierno se han ido a 2019 para tener un crecimiento por encima del 3 por ciento y un paro rozando el 15 por ciento. Y para entonces, ¡quien sabe!, ninguno de los actuales dirigentes estará en su puesto para comprobarlo. El largo plazo se construye en el presente, y hoy no parece que el camino escogido sea el mejor. Otra política es desde luego posible. Aquella que complemente las medidas de contención con crecimiento, sin centrarse únicamente en las fiscalidad, cuyos negativos efectos son bien conocidos. Y ¿cuáles son esas? Daremos algunas. La primera, volviendo al artículo con el que iniciamos el nuestro, tiene que ver con el mercado de trabajo. Cooley y Ohanian hablaban del poder de los sindicatos, si bien nosotros apuntamos al mercado de trabajo en general, pues ambas cosas tienen fuertes puntos en común. La reforma laboral actual marcha a duras penas, lo que precisa de un impulso adicional. Sin un mercado de trabajo ágil será imposible movilizar el empleo. Segundo: luchar decididamente contra la evasión fiscal. Como hemos dicho, aumentar las cargas fiscales, unido a la recesión, incrementa la economía sumergida en todas direcciones. Tercero: la inaplazable necesidad de reformar la Administración del Estado. Ya lo decía Adam Smith: más Estado es siempre más pobreza. Hay que dejar más espacio a la sociedad y, por supuesto, reducir el tamaño del Estado, incluyendo fundaciones y empresas públicas, amén de su propia estructura actual. Cuarto: una política industrial que impulse la actividad de las pymes y promueva las inversiones en I+D+i. En lo que a política industrial se refiere España sigue estancada: es prioritario complementar políticas de austeridad con crecimiento, lo que precisa de investigación y desarrollo y un impulso a la actividad industrial. Quinto: Reducir la fiscalidad sin aumentar el endeudamiento. Algo que aquí, en España, se hace al revés: más impuestos, lo que se traduce en más deuda. Y, sexto, acercar la educación profesional y universitaria a la empresa. Sin esto los jóvenes seguirán sufriendo su penosa entrada en el mercado de trabajo. ¿Es esto posible? Lo es siempre que se actúe en varias direcciones simultáneamente. Sólo con la política fiscal se tardará años en salir del túnel. Basta cambiar las siglas del título del artículo de Cooley y Ohanian para ver que sus ideas son aplicables a nuestra situación actual.