M ás de la mitad de la inflación actual es consecuencia directa de la política de Hacienda. Recientemente, el INE ha hecho un ejercicio de honestidad al dar a conocer los precios depurados de impuestos. El resultado es que existe una separación pronunciada entre el coste de la vida que soporta el ciudadano en la práctica y aquél que justifican las condiciones económicas. Así, el IPC anual del 3,5 por ciento se queda en el 1,5 por ciento corregido de fiscalidad. Además, algunos de los componentes más elásticos registran variaciones negativas, como vestido, comunicaciones u ocio. Por tanto, el equilibrio entre la oferta y la demanda apunta al incremento de precios nulo. Sin intervención fiscal, la situación sería casi deflacionaria, consistente con los indicadores coyunturales de actividad. Esa divergencia es consecuencia de la lucha por controlar el déficit basada en el ingreso. Algunos lo han llamado contracción fiscal expansiva, pese a la contradicción implícita en el nombre. Supone que la tensión en el mercado financiero se relajará conforme el Gobierno se endeude menos. De ese modo, familias y empresas encontrarán más barato el coste de financiación y así pedirán créditos para consumir e invertir. Podría ser cierto en condiciones normales, pero es evidente que no lo es en la situación actual. Incluso si funcionara, sólo volveríamos a caer en los mismos errores que nos han llevado a donde estamos. En la realidad, el efecto es contrario. Contribuye a deprimir la actividad, como se ha visto en el desplome de las ventas minoristas de septiembre, debido a la elevada elasticidad respecto al precio en condiciones de caídas salariales y restricción al endeudamiento. Es más, el incremento fiscal puede ser percibido por muchos ciudadanos como una rebaja permanente de su renta real, de manera que reducirá su gasto todavía más al hacerles pensar que necesitarán ahorrar más ahora para mantener su estatus futuro. De esa forma, la subida del IVA resulta ineficiente como generador de ingresos a largo plazo. Por si eso no fuera suficiente, el aumento de inflación asociado implica mayor gasto público en aquellos capítulos ligados a la misma, como las pensiones, de manera que no está claro el efecto total sobre el déficit. Por eso, ante la restricción de Hacienda, algunos miembros del Gobierno pueden sufrir la tentación de buscar índices alternativos para actualizar las pensiones. Pero esto no sólo daña la imagen del Ejecutivo, sino que se ceba con las capas más indefensas de la sociedad. Es posible que la vía fiscal no sea la única fuente de inflación a la que nos enfrentamos. A veces se cita el aumento de precios como una forma de solucionar los excesos de deuda a través del envilecimiento de la moneda, aunque con consecuencias muy perniciosas a largo plazo. Al igual que otros bancos centrales, el BCE también parece haber sucumbido a esa tentación. Para que sea efectivo sobre el pasivo de los hogares, su ingreso debe moverse en línea con la inflación. Con las cifras de paro, pensar en ligar salarios a precios no sólo es ineficiente, sino también ilusorio. Pero incluso en ese caso tendría una consecuencia aún peor en forma de espiral inflacionista. Con la deuda de Gobierno ocurre algo parecido. Para que se reduzca en términos reales, los ingresos de la Administración deben crecer con la inflación. Se encuentra así otro incentivo para aumentar la presión fiscal. Y si ésta genera todavía más aumentos del IPC constituiría, en teoría, un círculo virtuoso de rebaja de deuda pública. En la práctica, sin embargo, es una espiral negativa de caída de actividad que acaba anulando el efecto anterior. La inflación consecuencia de un desequilibrio entre la oferta y la demanda actúa como herramienta de ajuste y puede servir como indicador de la salud económica. Por el contrario, un incremento de precios por señoreaje o por aumento de impuestos constituye una distorsión que sólo favorece al sector público, que recauda más de forma sólo temporal y arbitraria. Al final la inflación castiga comportamientos deseables, como ahorro, austeridad y esfuerzo, en favor de otros perniciosos como la búsqueda de rentas. Los últimos datos estructurales de España no son malos: el ajuste exterior parece ganar fuerza y las medidas de competitividad siguen su curso. Es urgente reducir el déficit, pero sería una pena que, al hacerlo con prisa y centrarse en los ingresos, se interrumpiera esa mejora y se agravara el daño económico y social que ya sufrimos.