Distintas razones explican que tantos occidentales residentes en China sean fervientes admiradores del comunismo chino. China les ofrece una carrera sin mucho esfuerzo, más libertad de la que nunca disfrutaron y darse a los placeres de la carne con una frecuencia que jamás soñaron. Así que tienen mucho que agradecer. Pero ellos, que saborean lo mejor de dos mundos, niegan la democracia, la libertad y la justicia a los chinos. No es sólo prematuro, apuntan; es que somos unos neocolonialistas por querer imponer conceptos tan occidentales a una sociedad donde no todos tienen asegurado su cuenco de arroz diario. Pues bien, ayer conocí a una mujer pobre que podría explicarles a esos iluminados que sientan cátedra sin haber puesto jamás el pie en la China rural, porqué la democracia sí es importante. Su marido, periodista, lleva ocho meses en la cárcel por haber defendido en un artículo a un tipo que fue encerrado por haber colgado en Internet la foto del fastuoso edificio local del Partido Comunista. Era la foto de un contraste: la del lujo del Partido frente a la pobreza general. La avalancha de críticas y el cabreo del Gobierno local condujeron a ambos a la cárcel. En el salvaje oeste chino, donde los abusos de poder están a la orden del día, ni siquiera Pekín puede atajar los desmanes y corrupción de los gerifaltes locales. No hay ley: expropian arbitrariamente, permiten los excesos medioambientales si sacan provecho económico, recaudan hasta la extorsión las multas de la ley de un solo hijo y cobran mordidas ilegales para enriquecerse. La armonía social se garantiza con policía y escuadrones de matones a sueldo, vía intimidación. Ahora bien, de existir un sistema democrático, esos mafiosos no podrían impedir que una prensa libre denunciara las violaciones; ni que los jueces locales que ahora están en nómina les condenaran; ni que el pueblo les enviara al carajo con su voto. La democracia frenaría los abusos y la injusticia. Cómplices de la dictadura, ¿suficiente?