A yer se cumplieron ocho años de la boda entre el heredero de la Corona y Letizia Ortiz, periodista, y atrás ha quedado la gran polémica que suscitó aquel matrimonio regio poco convencional. En este tiempo, los Príncipes se han asentado con soltura y rigor en el papel que les corresponde -gracias, en buena medida, a la obsesión por la profesionalidad que don Juan Carlos ha inculcado a los suyos-, y la pareja se ha instalado en una posición cabal y correcta, que la ha mantenido discretamente al margen de las serias contrariedades que han afectado a la Casa Real. No era fácil sortear el escándalo del caso Urdangarin ni los problemas derivados de las flaquezas del propio Rey, y sin embargo los Príncipes han podido establecer la distancia adecuada para no resentirse de los errores ajenos. Lo cierto es que, gracias a la solidez del heredero y la princesa consorte, la sucesión se plantea no como un riesgo sino como una oportunidad de modernización de la institución cuando llegue el momento. En el bien entendido de que no debe haber ni habrá abdicación de don Juan Carlos, referente insustituible aún de este régimen admirable, hoy en horas bajas, que es por voluntad de los españoles una monarquía constitucional. Los Príncipes de Asturias son, en esta hora de gravísima zozobra y de incertidumbre, una seña de estabilidad bien trabajada, que este país, con muchos de sus valores en precario por causa de la crisis, no puede desdeñar. Bastión contra el nacionalismo étnico -una amenaza permanente-, la proyección futura de la Corona soporta hoy las escotas del velamen español y representa un futuro pletórico de un país recuperado. Cuando los poderes del Estado se tambalean entre corruptelas e incapacidades de los politicastros, la institución que encarna ontológicamente el código constitucional se convierte en un activo valioso e insustituible. Un activo que obliga a archivar, al menos de momento, cualesquiera legítimas pero extemporáneas lucubraciones republicanas.