H ace unos días se organizó en la Universitat Oberta de Catalunya una jornada para analizar y debatir sobre la reforma laboral aprobada por el gobierno del Partido Popular y en la que participaron magistrados, académicos, sindicalistas y representantes empresariales. Una de las evidencias que allí se pusieron de manifiesto es que la normativa laboral reformada ahora no fue ni la causante de la crisis ni de su consecuencia más evidente, las elevadas tasas de desempleo que sufre España desde el año 2008. Por dos motivos básicos: en primer lugar porque la normativa laboral que ahora se nos presenta como caduca estuvo vigente durante el período de fuerte creación de ocupación que se dio en España a mediados de los años dos mil. Y en segundo lugar, porque de acuerdo con el Índice de Protección del Empleo Indefinido que elabora la OCDE, no parece que se pueda establecer una relación directa entre un mayor índice de protección y un mayor nivel de desempleo puesto que se observan países con índices de protección más elevados que el español (Holanda, Suecia y Alemania) con tasas de paro sustancialmente inferiores. Como se dijo también en la jornada, el problema laboral de la economía española tiene mucho más que ver con el modelo productivo en el que se sustentó el último período expansivo. Y en este sentido, también hubo acuerdo en que la reforma laboral de 2012 no contribuirá a cambiarlo puesto que en ella no hay medidas que permitan pensar que serán el estímulo para llevar a cabo inversiones en tecnologías más eficientes y limpias o inversiones en formación del factor trabajo, aspectos ambos que podrían tener algún impacto en la productividad y en un proceso de cambio productivo en la buena dirección. En este contexto, por lo tanto, nos debemos preguntar a qué responde el interés por elaborar y tramitar urgentemente una nueva reforma laboral en España. Más allá de las respuestas más convencionales de satisfacer a los mercados o a la troika comunitaria, bajo mi punto de vista la respuesta de fondo hay que buscarla en la fase histórica del sistema que se inicia a finales de la década de los setenta. A lo largo de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, los significativos aumentos de productividad derivaron en tasas de crecimiento de la producción suficientemente importantes como para remunerar satisfactoriamente tanto al capital por sus inversiones como al factor trabajo por su desempeño. Pero cuando a finales de los setenta las tasas de rentabilidad del capital comenzaron a disminuir, éste desencadenó un proceso de recuperación de los beneficios a partir de dos elementos: la generación de un nuevo entorno competitivo (la globalización) que con el argumento de la necesaria competitividad justificase medidas de reducción de los costes laborales y el progresivo desmantelamiento del Estado del Bienestar que liberase determinadas actividades en aquellos momentos en manos del sector público, las cuales se debían convertir en nuevas fuentes de negocio para el sector privado. Ambos elementos -las políticas de constricción salarial y la reducción de la intervención pública en la distribución primaria de la renta- constituyen el paquete fundamental de las llamadas política neoliberales que han gobernado el mundo desde finales de los años setenta. Y efectivamente, a partir de aquel momento los beneficios iniciaron su recuperación mientras que los salarios se instalaban en una tendencia a la moderación o directamente a la disminución en términos reales. La reforma laboral de 2012 es, bajo mi punto de vista, una vuelta de tuerca más en esta estrategia de recuperación de los beneficios que está llevando a cabo el capital desde hace décadas puesto que su objetivo principal sigue siendo contribuir a la disminución de los costes laborales.