En el mercado energético europeo predominan los pillos. El escenario es tan variado y complejo, con tan pocas cosas en común entre los países, que los gobiernos actúan a su antojo, sin mayor interés que el suyo o el de sus empresas favoritas. Hacen y deshacen legislaciones y normas. Favorecen o entorpecen operaciones privadas. Manejan a su antojo subvenciones y ayudas para obstaculizar al adversario. La Unión Europea ha olvidado hasta su propio origen: la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA). La CECA se creó en 1950 para negociar unas reglas del juego comunes para las materias primas fundamentales de la industria de entonces -el carbón y el acero-, causantes de mil y un conflictos entre países. Medio siglo después, las materias primas son parecidas, pero más sofisticadas: se llaman gas natural y electricidad y sus mercados se consideran "sectores estratégicos". Los Gobiernos intervienen porque no hay una política energética común ni un supervisor que la imponga. Al estilo de lo que hace el Banco Central Europeo (BCE) con la política monetaria y el euro. Hay que empezar por algún proyecto común con algunas pocas medidas viables. Aclarar qué se hace con la energía nuclear. Desarrollar una red de interconexión europea de la energía. Fomentar la construcción de regasificadoras. Homogeneizar o hacer desaparecer las subvenciones, que son barreras de entrada de inversores indeseados al capital de las empresas. Y simplificar las muy diferentes legislaciones -hechas a la medida de las debilidades de aprovisionamiento de cada país- encontrando un común denominador. Sin política energética común europea ni supervisor que la imponga, las empresas seguirán sin poder actuar libremente en el mercado. Seguirá ocupado por los pillos que se aprovechan de los diferentes grados de liberalización de los países. Y ahora, prácticamente nadie en Europa está a salvo de esta acusación.