E n un punto, todas las crisis financieras son iguales. Un grupo relativamente pequeño de individuos, normalmente banqueros, encuentra la oportunidad de correr riesgos muy grandes. Durante un tiempo, el sector financiero exhibe beneficios elevados, que justifican los precios al alza de las acciones y las grandes bonificaciones para sus ejecutivos. Sin embargo, esos beneficios nunca se ajustan como corresponde a lo que se materializará realmente a lo largo de cinco a diez años. Generalmente, suele haber rendimientos mayores a corto plazo si se corre un mayor riesgo; basta ver el sistema bancario islandés después de 2003. Se autorizó a tres bancos a emprender grandes negocios en el exterior, acumulando un balance general combinado que era diez veces el tamaño del PIB de Islandia, apoyado sobre todo en la financiación a corto plazo. Los políticos islandeses pensaron que habían encontrado un nuevo camino hacia la prosperidad. Pero en octubre de 2008 descubrieron una verdad eterna: los beneficios gigantescos implican riesgos gigantescos. Los bancos de Islandia se derrumbaron, y hundieron a la economía en una profunda recesión. El intento islandés de manejar un país como un sofisticado fondo de inversión puede hacernos reír o llorar. Pero la triste verdad es que EEUU y muchos países de la UE hicieron algo similar al permitir o incentivar que algunos segmentos del sector financiero asumieran demasiado riesgo. Y esto se plasmó en préstamos excesivos a Gobiernos, promotores inmobiliarios y hogares. Podemos no coincidir respecto a las causas concretas de cualquier crisis. Algunos culpan del reciente ciclo expansión-contracción-rescate en Europa y EEUU a los banqueros por haber cautivado los corazones y mentes de los funcionarios gubernamentales; otros hacen hincapié en la culpabilidad de dichos funcionarios. Más allá de la visión de cada uno, deberíamos coincidir en una cosa: alguien tiene que pagar por el desmadre. Hay tres potenciales pagadores. Primero, es natural señalar con el dedo a quienes estuvieron en el epicentro del desastre, los que construyeron las grandes instituciones financieras y manejaron mal los riesgos. El problema es que, aunque se pudieran recuperar las ganancias de ese grupo, el hecho es que no cuentan con el suficiente efectivo como para cambiar la situación. Los profesores de Finanzas Sanjai Bhagat de la Universidad de Colorado en Boulder, y Brian J. Bolton, de la Portland State University, calcularon el año pasado que los máximos responsables ejecutivos de las 14 mayores sociedades financieras estadounidenses recibieron unos 2.500 millones de dólares en efectivo (salario, bonificaciones y opciones de compra de acciones ejercitadas) de 2000 a 2008. Aunque sea una paga sustancial, ésta supone una gota en el océano si se consideran los daños causados en el balance social del país. Según la Oficina Parlamentaria del Presupuesto, el coeficiente deuda/PIB a medio plazo creció un 50 por ciento, o sea, aproximadamente unos 7 billones de dólares, debido a la crisis. Los verdaderos daños económicos son obviamente mucho mayores cuando se tienen en cuenta el crecimiento económico más bajo, la pérdida de empleos y los trastornos en la vida de las personas. Y parte de la deuda más alta será traspasada a las generaciones futuras, con la esperanza de que serán más ricas, o quizá más afortunadas, que nosotros. De todos modos, los niveles de deuda/PIB en muchos países industrializados ya eran altos, y el aumento repentino de la deuda -en su mayor parte causado por ingresos fiscales perdidos debido a la recesión- nos ha empujado a la zona de los números rojos. Necesitamos rebajar nuestro déficit y orientar la deuda por un cauce más sostenible. Pero la triste verdad es que los responsables de la crisis nunca tienen suficiente dinero para satisfacer al resto. Segundo, se podría gravar a las rentas menos altas. Tal vez parezca una sugerencia escandalosa, pero normalmente quienes se encuentran en el extremo más bajo de la distribución del ingreso y la riqueza son aplastados después de las grandes crisis financieras. No están bien organizados y carecen de influencia política. Sus prestaciones se recortan reduciendo el acceso a la salud, por ejemplo, o despidiendo docentes, lo que afecta la calidad de la educación pública. El único político al que oí abordar esta cuestión directamente es el ministro de Finanzas de Islandia, Steingrimur Sigfusson. En un contundente discurso durante una conferencia del Fondo Monetario Internacional en Reykiavik el 27 de octubre, Sigfusson dejó bien claro que hará todo lo posible por proteger a la población islandesa de menor renta. El ministro de Finanzas Sigfusson es geólogo, excamionero y un político duro. Su partido no está implicado en el fiasco financiero y es posible que se salga con la suya con respecto a sus prioridades políticas. Los otros ministros de Finanzas no tienen, en general, su claridad de pensamiento sobre este asunto. Pero aunque estemos dispuestos a aplastar hasta cierto punto a los pobres, la factura sigue siendo demasiado cara. Grecia no puede llevar su Presupuesto a una posición sostenible simplemente recortando los subsidios a los pobres, razón por la que en las calles se ve a sindicatos del sector público y a gente relativamente acomodada. El tercer grupo, naturalmente, somos todos los demás. La clase media en EEUU y Europa es grande y, según todos los parámetros, pudiente. La gente podría pagar más impuestos o recibir menos prestaciones del Estado. En el caso de EEUU, no es tan difícil equilibrar el Presupuesto. Con no extender los recortes fiscales de la época de Bush, que vencen a fin de año, se daría un paso muy importante.