La reforma del Impuesto sobre la Renta que opera desde el mes de enero de este año no ha dejado mucho camino para las desgravaciones de última hora. Un tipo fijo del 18 por ciento para el ahorro, la reducción de tramos en el IRPF y la retirada de algunas ventajas especiales sobre antiguos activos (anteriores a 1994) no han permitido utilizar atajos de ingeniería fiscal para que cada contribuyente busque su óptimo fiscal en el año. No se trata de utilizar tretas de dudosa legalidad, sino de exprimir de forma legal las posibilidades que la ley, hasta este año, ofrecía para no pagar ni más ni menos que lo que se debe el Fisco. La situación también se ha complicado en el Impuesto de Sociedades, todavía pendiente de una nueva rebaja para el año que viene en la tarifa, y a la espera de que se aclare el futuro de la mayor parte de sus deducciones. La mayor parte de ellas desaparecen con el ejercicio y otras (I+D, reinversión de plusvalías o mecenazgo) están pendientes de cambios importantes que pueden suponer su desaparición. Es lógica la renovación del sistema fiscal español, sobre todo cuando todavía cuenta con ventajas poco justificadas en el momento actual, que fueron en su día soluciones a problemas específicos. Pero otra cosa es dejar sin posibilidades de adaptación fiscal a las rentas y las empresa españolas. De un lado, el uso de la fiscalidad siempre ha sido un buen instrumento de política macroeconómica, para hacer un tratamiento selectivo de algunas situaciones que lo merecen en beneficio de todo el mercado, siempre que se haga de manera comedida y sin agravios comparativos o situaciones injustas. De otro, la simplificación en el pago de los impuestos es una necesidad lógica de todo modelo fiscal transparente. La cuestión está en encontrar el equilibrio entre una y otra opción.