En los últimos días Zapatero ha planteado suprimir el Impuesto sobre el Patrimonio, sumándose así a las propuestas planteadas previamente por Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre, que también se habían comprometido a su eliminación y reducción inmediata en un 40 por ciento. La pugna electoral del próximo marzo parece haber convencido al Gobierno a derogar una figura cuya existencia era cada vez más cuestionada, y que en el derecho comparado apenas se estilaba ya, salvo en Suecia y Francia, y con fuertes mínimos exentos. A la vista del rechazo, que hasta hace bien poco suscitaba esta propuesta en las filas socialistas, es inevitable la duda de si la misma es una mera contrapropuesta de marketing político de última hora, orientada a desarmar una de las mejores bazas populares, pero destinada a su incumplimiento ante la más mínima contrariedad. Recordando el concepto económico de preferencia revelada, que vulgarmente se puede interpretar también, como de "no te fíes de lo que te digan sino de lo que te hagan", es inevitable la duda de si es creíble o no, una promesa de eliminación de una figura especialmente presta para la demagogia gruesa, por parte de un Gobierno que, a falta de reformas fiscales de calado, ha subido sin descanso la presión fiscal recaudatoria en esta legislatura, incluso elevando la fiscalidad del ahorro, para financiar el desbordamiento continuo con que ha conducido el gasto público. Pero la verdad, es que "nunca es tarde si la dicha es buena". La principal razón para prescindir del Impuesto es el incumplimiento de su función de control. La excesiva carga recaudatoria que impone, -que se acerca en los peores casos al 2,5 por ciento del valor de un patrimonio-, induce a una significativa elusión, cuando no evasión. Sin duda, una declaración censal de bienes, sujetos a tipo cero, serviría mejor para conocer la realidad patrimonial de la totalidad de hogares. En cualquier caso, la pregunta sería para qué quiere la Administración que los contribuyentes declaren sus bienes, cuando ya tiene constancia de ellos por medio de los cada vez más exhaustivos sistemas de captación de información tributaria que la permite disponer directamente, entre otros, de los datos relativos a inmuebles, cuentas corrientes y activos financieros. La persistencia del impuesto se debe, en buena medida, a que la opinión pública desconoce los graves quebrantos que introduce a los principios constitucionales de equidad y justicia tributaria. De hecho, el tributo está funcionando en la práctica de forma confiscatoria, con lo que su aplicación recurrente acaba consumiendo el patrimonio. Son demasiados numerosas las ocasiones, en que las rentas reales de los patrimonios, incluso los mejor invertidos, se ven incapaces de financiar las desmesuradas liquidaciones de Patrimonio que les corresponden, una vez que se tiene en cuenta la inflación y el pago previo del IRPF sobre los rendimientos brutos nominales. A ello se añade el problema de la doble imposición. Así, los inmuebles, que son del orden de tres cuartas partes de los patrimonios de la familia media española, están gravados por el Impuesto sobre Bienes Inmuebles, que no es deducible de la cuota de Patrimonio, y por el IRPF, al imputarles rendimientos ficticios a los inmuebles de uso propio distinto de la vivienda habitual. Las reglas de valoración son muy diferentes en función del tipo de activo o de su antigüedad, con lo que contribuyentes con patrimonios parejos pueden soportar esfuerzos tributarios muy desiguales. Las mayores diferencias surgen porque, afortunadamente, los patrimonios y participaciones empresariales están exentos, gracias al seguimiento de una recomendación efectuada en su día de la Comisión Europea, lo que contribuye a minimizar las distorsiones sobre el ahorro, la inversión y el empleo, y a frenar los procesos de relocalización personal en un contexto de libertad de circulación. La consecuencia práctica inevitable es que, en la actualidad, los mayores niveles de tributación no están recayendo en los hogares más acaudalados, cuyos patrimonios suelen estar compuestos en mayor proporción por activos y participaciones empresariales exentas, sino sobre la familia típica de clase media, que ha considerado el ahorro y no el consumo como su principal prioridad. Si finalmente se suprime el Impuesto sobre el Patrimonio en España, no sólo habremos modernizado nuestros sistema fiscal, sino que al crear un clima fiscal más justo y acogedor con el ahorro, avanzaremos en la corrección de nuestras deficiencias estructurales y veremos aumentar nuestro potencial de crecimiento, especialmente si los agentes perciben esta bajada como permanente e irreversible, por ejemplo, porque sea quién sea, quién gane las elecciones, haya un Pacto de Estado o una reforma constitucional, que refleje el aparente consenso acerca de esta cuestión en los programas electorales de los grandes partidos. En España tenemos una insuficiencia crónica de ahorro que, al limitar de forma indirecta la inversión, nos condena a largo plazo a un nivel inferior de renta y bienestar, y que explica nuestros grandes desequilibrios patológicos: paro, déficit exterior, inflación y endeudamiento familiar. Paradójicamente, a pesar de ello, no hay variable macroeconómica más perseguida fiscalmente en España que el ahorro, al que se le grava tres veces: cuando se genera, a través de sus rendimientos y en su tenencia. El Impuesto sobre Patrimonio, junto con el de Sucesiones, es posible que sea de los que mayores distorsiones o exceso de gravamen generan en relación al nivel obtenido de recaudación. La explicación última, es que al recaer directamente sobre la propiedad, y no sobre sus rendimientos, no sólo suponer negar parte de su contenido esencial, sino que desincentivan en última instancia, la libertad, el esfuerzo y el sacrificio individual previo que la hace posible.