Alguien dijo una vez que la vida en China es un cúmulo de micro-frustraciones cotidianas. Se refería a que hay razones para enviarlo todo al carajo, pero que lo que de verdad mata son las pequeñas cosas. Desde un largo invierno de frío polar dentro del hogar, a tener que usar tarjeta de prepago para disponer de gas natural o banda ancha, a que llamar por teléfono sea siempre un infierno. O, en un país que funciona mayormente en efectivo, que el mayor billete en circulación equivalga a 10 euros. Significa esto que 300 euros en yuanes son, en el bolsillo, un fajo de 30 billetes, careto de Mao incluido. Y no olvidemos Internet, para cortarse las venas gracias a la censura. A esas y muchas otras incomodidades intrínsecamente chinas, añadan en la ecuación del día a día el legado de una dictadura que lo ha emputecido todo, que diría Umbral. Pero no se confundan. China está llena de buena gente. Hace poco conocí a una mujer de Shanghai que vive en 15 metros cuadrados con marido e hijo y una treintena de gatos. Aunque no tiene ni para comer, la pobre los recoge de la calle para evitar que un restaurante cercano, cuya especialidad es gato con serpiente, los lleve directamente a la cazuela. De hecho, bastante desgracia tienen los chinos como víctimas de unos gobernantes crueles que han creado uno de los países más injustos del mundo. Lo que no tiene pase es encima aplaudir. El duro Sarkozy fue un corderito en China: ató contratos millonarios para Airbus y Areva y dejó en cueros a Merkel, que sí se atreve a plantar cara a Pekín. Que se le atraganten los 20.000 millones. Tampoco en el día a día de China las cosas son distintas: muchos extranjeros creyentes del comunismo chino, hasta justifican Tiananmen. Sobre todo esos ejecutivos entregados sin fisuras al fenómeno China para que no les desmonten el chiringuito. Aunque hay, también, quienes están agradecidos por los revolcones que nunca se dieron en otros lares. Como dice un amigo: "En España no metían ni miedo. Por eso lo justifican todo".