L a reciente visita de la canciller Merkel a nuestro país ha vuelto a poner en el centro del debate social la necesaria vinculación de las demandas retributivas establecidas en la negociación colectiva a la productividad. Se dice que algunos países, como Alemania y otros de nuestra órbita europea, centran los incrementos salariales en la mejora de la productividad como exigencia necesaria de la competitividad de los mercados. En otros casos, como en el de España, los incrementos o modificaciones salariales se fundamentaron en las alteraciones que sobrevienen en los correspondientes IPC, con escasa dependencia, se afirma, de los resultados empresariales. La negociación colectiva, desde sus ya lejanos orígenes, reconoce como uno de sus objetivos causales la mejora de la productividad, que sirve de fundamento a los incrementos salariales. Y esta idea aparece clara en cualesquiera planteamientos teóricos, desde luego en mentes tan poco conservadoras como las de los esposos Webb, Phelps Brown, o cualquiera de los economistas del trabajo o laboralistas de los distintos países. Incluso nuestra Ley de Convenios Colectivos de 24 de abril de 1958 en su artículo primero, que señalaba cómo "los convenios colectivos sindicales tienden a la mejora del nivel de vida de los trabajadores y la elevación de la productividad". Y, desde luego, el artículo 82 de nuestra democrática Ley del Estatuto de los Trabajadores de 1980 afirma cómo "mediante los convenios colectivos, y en su ámbito correspondiente, los trabajadores y los empresarios regulan las condiciones de trabajo y de productividad". La productividad, de este modo, aparece como el elemento equilibrador de las mejoras retributivas y sociales en la misma causa de la negociación colectiva. ¿Por qué, a pesar de esa idea, se echa insistentemente en falta la contribución de la negociación a la productividad? Creo que son numerosas las razones históricas que acaso han creado dinámicas culturalmente arraigadas que poco favorecen este componente esencial de tan relevante modo de fijación de las condiciones de trabajo. Por referirnos a España, es posible pensar que la cultura del régimen autoritario, regulador, a través de diferentes vías, de las condiciones y mejoras sociales haya ayudado a ver al instrumento entonces desvirtuado de la negociación colectiva como una vía fundamental para mejorar las condiciones. Máxime cuando la capacidad de los trabajadores -y su falta de representantes- para ayudar a mejorar los procesos productivos era inexistente. Parecía como si a los mismos sólo les correspondiera esperar los salarios que periódicamente reconocieron unas instancias empresariales y, sobre todo, públicas externas a través de este instrumento formalmente negociado y de otras normas generales y profesionales. Y esta dinámica de revisión y mejora permanente de derechos venía muy condicionada por los frecuentes altos niveles de inflación, que imponían una "actualización de las condiciones salariales". Los comienzos de nuestra democracia vinieron acompañados, recordémoslo, de altísimas tasas de inflación. Y uno de los grandes logros del Pacto de la Moncloa, esta vez asumido por las nacientes organizaciones sindicales y empresariales democráticas, fue que los incrementos salariales no se calculasen sobre la inflación pasada, sino sobre la prevista por el Gobierno para cada año, lo que permitió, en un principio, reducir los incrementos salariales de forma sustancial. Y esa apuesta sobre la previsión del Gobierno para el futuro supuso el establecimiento de las revisiones si la realidad se desviaba de la previsión pública. Hoy estamos en una situación bien diferente y son muchas las razones, no sólo el menor alcance de las cifras de inflación, sino, y sobre todo, el emplazamiento de nuestro sistema productivo en un mercado enormemente abierto, en el que hay que competir y en el que la competencia impone la aproximación de las retribuciones al valor añadido que genera la actividad. Y es, seguramente, a esto a lo que sustancialmente se quiere hacer referencia al hablar de productividad. Nuestros Agentes Sociales han manifestado su preocupación por la productividad, particularmente en los últimos años. Desde el Acuerdo Nacional de Negociación Colectiva de 1998 hasta los sucesivos Acuerdos Interconfederales para la Negociación Colectiva, sobre todo desde el de 4 de marzo de 2005, en el que, tras señalar que la productividad media en España por hora trabajada se sitúa en el 84 por ciento de la media comunitaria, se aconseja que sea tenida muy en cuenta en la determinación de las retribuciones individuales. Y este discurso parece reiterarse en los acuerdos ulteriores. ¿Cuál es la realidad de nuestro sistema? Como han señalado Mercader y Martín en un excelente estudio de hace pocos años, los propósitos generales que manifestaban los agentes sociales han de concretarse en cláusulas específicas sobre productividad, lo que no siempre resulta sencillo en una negociación colectiva formalizada. Por ello, los acuerdos de empresa y los pactos individuales, dada la mayor libertad y flexibilidad en la que se desenvuelve la negociación, resultan instrumentos negociales más adecuados para regular con la profundidad necesaria los complementos vinculados a la productividad y, en ocasiones, es la propia negociación colectiva marco la que incita a que en ámbitos inferiores se negocien estos complementos. No obstante lo anterior, las cláusulas de productividad están cada vez más presentes en la propia negociación colectiva estatutaria. (Pero en ésta, desde luego, mucho más generalizadas en la negociación de empresa con presencia en casi la mitad de los convenios que en la sectorial, apenas un 20 por ciento.) Todo lo cual parece aconsejar una mayor descentralización, cuando menos, de las condiciones retributivas de nuestra negociación colectiva. Especial atención merece, sin embargo, la consideración del carácter multívoco del término productividad. Éste puede, ciertamente, expresar muchas cosas: desde mejor rendimiento cuantitativo y cualitativo del trabajador a los resultados económicos del conjunto de la empresa o sector profesional. Desde siempre, son muy numerosos los convenios que recogen partidas variables del trabajador vinculadas, en mayor o menor medida, al rendimiento del mismo y generalmente concretadas en distintas fórmulas de retribución variable. Pero a pesar de los frecuentemente positivos esfuerzos de nuestros responsables de recursos humanos por definir nuevas formas de gestión del rendimiento -retribuciones por objetivos individuales o colectivas, retribuciones por desempeño, competencias, etcétera-, el espacio de la retribución variable sigue siendo poco significativo en nuestro sistema productivo (apenas el 15 por ciento, destacando su establecimiento para el personal directivo). Podría pensarse que esta lenta penetración de la productividad en nuestras políticas retributivas viene motivada sólo, o principalmente, por las resistencias sindicales a su establecimiento. Creo, sin embargo, que la cuestión es mucho más compleja. En primer lugar, porque son muchos los sectores de actividad (como los funcionarios públicos o numerosas actividades de servicios), y sobre todo los puestos de trabajo, en los que no es sencillo implementar políticas retributivas vinculadas a la productividad, entendiendo ésta como rendimiento del trabajador con incidencia en los resultados. Pero es que, además, parece que en las difíciles circunstancias económicas actuales lo que muchas veces se pretende buscar con la vinculación de los salarios a la productividad, separándolos de las variaciones del IPC, es hacerlos más sensibles a los resultados económicos de las empresas, áreas de actividad o sectores. En definitiva, se está pensando más en facilitar la viabilidad de las empresas que en fortalecer una pretendida justicia retributiva del esfuerzo laboral de cada trabajador. Y aunque la negociación colectiva contempla a estos efectos las llamadas cláusulas de descuelgue salarial, no parece que sirvan siempre para afrontar la delicada situación que en el presente sufren no pocas empresas. Como puede observarse, la problemática dista de ser clara. Pero sí hay algo evidente. Y urgente es el poder facilitar una mucha mayor flexibilidad a la negociación colectiva, capaz de dar respuesta a las vicisitudes de la empresa o de los sectores de actividad productiva. Todo lo cual aboga, desde luego, por algunos cambios relevantes en nuestro modelo de negociación colectiva. Ante todo, es preciso favorecer el proceso de descentralización en nuestra estructura negocial. Ello aconseja la reforma del artículo 84 del ET, dando cabida al desarrollo de un principio de especialidad en la preferencia aplicativa de los convenios que es habitual en otros modelos negociales próximos. Ahora bien, incluso sin necesidad de modificación del tenor legal, por la vida de los acuerdos del artículo 83.2 del propio ET, se podría -y entiendo que debería- establecer una nueva estructura articulada de la negociación que permitiera fijar determinados criterios y cuantías salariales reenviadoles a ámbitos concretos de empresa o centro de trabajo. Incluso, y me parece importante subrayarlo, de una estructura que facilitara una variación dinámica de los mismos, en atención a circunstancias del proceso productivo, en aras de hacerlo más competitivo o de favorecer la propia viabilidad de las empresas. Y es éste, en mi opinión, uno de los aspectos más relevantes en lo que se viene en llamar la reforma de nuestro mercado de trabajo. En cualquier caso, es necesario huir del pernicioso y habitual hábito en nuestro debate público de buscar palabras mágicas, en este caso productividad (otras veces es I+D+i), cuya simple mención parece bastar como respuesta a los problemas reales de nuestras instituciones. La llamada a la productividad en nuestro sistema de negociación colectiva creo que es algo mucho más serio, máxime en el marco difícil de nuestro mercado de trabajo, en el que se combina una exigencia estructural de mejorar la competitividad con otra, ciertamente más coyuntural, de superación de las circustancias concretas que condicionan la viabilidad de muchas de nuestras empresas. Por ello, parece inaplazable que, con la participación y corresponsabilidad de los agentes sociales puedan revisarse las condiciones salariales que en cada momento están vigentes. De otra parte, también me parece necesario que se abra una urgente reflexión, desde la seriedad y el rigor y por las personas e instituciones cualificadas para hacerlo, de nuevas políticas capaces de vincular las retribuciones de la negociación colectiva a la productividad, entendida ésta en el doble sentido antes mencionado. En definitiva, capaz de dar respuesta a las condiciones que sirven a y que exigen los nuevos sectores de actividad que desde ahora mismo tenemos que implantar y desarrollar; sectores generadores de un alto valor añadido. Hace ya muchos años, el admirado maestro británico Otto Kahn-Freund llamaba la atención sobre algo tan obvio como muchas veces olvidado: que el bienestar y las condiciones de los trabajadores tenían mucho que ver con el crecimiento económico, hijo, a su vez, de la productividad y competitividad y que el frecuente voluntarismo poco favorece a las mejoras sociales. La revisión de nuestras retribuciones que, desde luego, no puede ignorar las variaciones del IPC, debe dar creciente espacio a la productividad. Pero esta afirmación de nada sirve si no nos ponemos a trabajar, desde ahora mismo, en un diseño técnico y socialmente correcto de organización y gestión de las pautas de productividad. La descentralización negociadora es condición necesaria, pero no suficiente. Es preciso un esfuerzo técnico para dotarlo de contenidos a la altura de las exigencias del momento. El esfuerzo es urgente y ha de contar con el compromiso y la colaboración de todos, especialmente de los agentes sociales.