S e acerca el 28 de enero y sabremos si el Gobierno cumple su promesa y presenta, esperemos que con consenso, la esperada reforma de las pensiones. Y ya adelanto que si no hay consenso, tendría que presentarla igualmente. La mayoría de los países ya ha empezado haciendo reformas paramétricas, es decir, las que modifican algunos parámetros como la edad de jubilación o los años para calcular la pensión. Pero otros estados, empezando por Suecia a finales de los años 90 y siguiendo por Italia y Alemania, han comenzado reformas estructurales para asegurar la sostenibilidad del sistema. En España, el principal motivo de preocupación es la estructura de la pirámide de población. En este momento, un 15 por ciento de la población tiene menos de 16 años; un 70 por ciento, entre 16 y 65 años; y el otro 15 por ciento supera los 65. Sin embargo, dentro de 15 años se habrá duplicado la población mayor de 65, pasando la que tiene entre 16 y 65 años al 55 por ciento del total. Dicho de otra manera, el número de cotizantes por cada jubilado habrá disminuido brutalmente, pasando de 4 a 1,75. A mí me gusta hacer el símil de la piscina para explicar esta situación. En un sistema de reparto como es el nuestro, y de la inmensa mayoría de países, los trabajadores actuales pagan con sus cotizaciones las pensiones de los que hoy están jubilados. Es como una piscina que se llena de agua con las cotizaciones de empresas y trabajadores y se vacía con las prestaciones que cobran los pensionistas, mayoritariamente los jubilados. El problema es que esta situación no es suficientemente conocida por la población. Muchos trabajadores aún creen que lo que pagan es para su jubilación y no para la de sus padres o abuelos. Los países como Suecia o Alemania han hecho reformas profundas, incluyen mecanismos para asegurar que el agua que sale de la piscina no sea superior a la que entra. Pero ello ha llevado a Alemania a tener las pensiones congeladas seis años y a Suecia a bajarlas este año un 4 por ciento. El objetivo es asegurar el equilibrio global del sistema. Conocido este punto, nuestra piscina, que hoy tiene un excedente de unos 4.000 millones de euros según el presupuesto de 2011, empezará en unos diez años a llegar al equilibrio y a no generar más excedentes. En ese momento, los ingresos empezarán a ser inferiores a los gastos. En esta situación sólo hay dos opciones: utilizar la famosa hucha de la Seguridad Social, que en este momento tiene unos 65.000 millones de euros, para financiar el déficit o pedir al Estado un préstamo. Si se opta por la primera opción, entonces aguantaremos unos años más, aproximadamente hasta 2030, cuando la hucha se habrá vaciado. Entonces estaremos en un buen lío, ya que sólo quedará pedir dinero al Estado. ¿Y tiene dinero el Estado? Los presupuestos de 2011 arrojan un déficit público del 6 por ciento. Nos costará sudor y lágrimas bajarlo hasta el 3 por ciento en 2013. Y si no crece el PIB en los años siguientes, seguiremos con déficit, por lo que, si queremos financiar con impuestos las pensiones, habrá que subirlos o bajar otro tipo de gastos. Por lo tanto, esta posibilidad hay que descartarla por poco realista. Entonces, ¿qué solución nos queda? Pues reformar el sistema para asegurar que siga entrando a la piscina más agua de la que sale. Y no se le habrá escapado, paciente lector, que para que entre más agua debe haber más cotizantes o que los que trabajen paguen más. Y para que salga menos agua, las pensiones deben moderarse o disminuir el número de jubilados, pero ya sabe que esta opción es inviable porque el asesinato está penalizado por la ley. La opción de aumentar las cotizaciones es mejor no utilizarla porque nuestro país sufre problemas de competitividad que se agravarían si aumentan los costes laborales de las empresas, ya que esto repercutirá en menores márgenes o aumentos de precios de venta de productos y servicios y podría poner en peligro los aumentos del producto interior bruto. Por lo tanto, por el lado del agua que entra, hay que poner en marcha las condiciones que permitan que la economía crezca, entre otras la famosa reforma laboral y la introducción de mayor competencia en determinados sectores. No nos queda otro remedio que regular el volumen de agua que sale. Ello sólo es posible disminuyendo las prestaciones y bajando la ratio entre la pensión de jubilación y el último salario cobrado, que en España es del 80 por ciento mientras la media de la OCDE es de un 50 por ciento. Los negociadores del Pacto de Toledo ya están en ello. En la mayoría de artículos publicados por economistas, se encuentran notables coincidencias, y me permito citar algunas que suscribo totalmente: Eliminar las prejubilaciones que hacen que la edad real de jubilación sea de 63 años en lugar de 65. Retrasar la edad de jubilación como mínimo a los 67, pero intentando flexibilizarla según las profesiones, facilitando la continuidad en el mercado de determinados colectivos. Los profesores universitarios somos un ejemplo de trabajadores que podemos jubilarnos mas tarde, siempre de forma voluntaria. Aumentar el número de años para el cálculo de la pensión desde los 15 actuales. Exigir más años cotizados para obtener un cien por cien de la pensión. Favorecer fiscalmente, en lo posible, los planes de pensiones privados y en especial los de empresa. Favorecer el cobro parcial de la pensión de jubilación con una actividad laboral a tiempo parcial. Y para acabar, un tema del que ya no se habla ni creo que se comente en un futuro inmediato. Hablo de la hucha de la Seguridad Social de 65.000 millones de euros. ¿Qué cree que hay en ella? ¿Billetes de 500? Pues no. Básicamente es deuda pública del Estado Español. Así que observe que para utilizarla hemos de cobrar primero del Estado o vender estos activos financieros a un tercero. Ya anticipo que no estoy de acuerdo. Debemos diversificar los activos en los que invierte la Seguridad Social, y me atrevo a sugerir inversión en renta variable, discusión que ya se mantuvo hace años y que las necesidades de colocación de deuda pública española han silenciado. No sea que esta hucha acabe siendo como las muñecas rusas, esas en las que había una dentro de otra y nos hacían tanta gracia hasta que descubríamos que la última estaba vacía.