Tras años de relativa tranquilidad, ha llegado el momento de que los banqueros centrales se ganen el sueldo de verdad. Atrás parecen quedar las reuniones predecibles, los tiempos apacibles en los que podían telegrafiar sus decisiones mediante salvoconductos más o menos ocurrentes. En cierto sentido, su labor no deja de resultar paradójica. Cuando pueden ser claros porque las condiciones lo permiten, no quieren serlo y se inclinan por emplear salvoconductos o mensajes cifrados para transmitir sus señales. Y cuando quieren serlo, como ocurre ahora, no pueden serlo porque las circunstancias son realmente complicadas y sumamente cambiantes. El caso es que la incertidumbre actual, originada en la crisis de las hipotecas de alto riesgo o basura en Estados Unidos y transmitida ya a los mercados financieros, les ha apretado las tuercas. Todo son incógnitas. Todo son problemas. Todo son dilemas para los Ben Bernanke, Jean-Claude Trichet y compañía. Y aunque dentro de su cuadro de mandos figuran aspectos tan sensibles como el manejo de los tipos de interés, con todo lo que ello supone para el bolsillo de los ciudadanos, hay un asunto que suele caer en el olvido porque no genera un impacto tangible a corto plazo, pero que reviste una trascendencia clave para el futuro. Se trata del dilema moral al que se enfrentan los banqueros centrales en momentos de crisis como el actual. ¿En qué consiste? En separar a los justos de los pecadores. Es decir, en aportar su granito de arena para evitar una crisis del sistema financiero pero impidiendo, a la vez, que los que han incurrido en errores o riesgos excesivos salgan indemnes. Los bancos centrales deben impartir justicia a su forma y dentro de sus confines. Ayudando a los justos e identificando a los pecadores. Si no lo hacen, arrojarán al futuro una herencia más que peligrosa. Incentivarían los excesos y las irresponsabilidades... porque siempre habrá un banco central que las resuelva. Sembrarían, por tanto, las semillas de la siguiente crisis.