El Banco Central Europeo (BCE) se encuentra en una tesitura nunca vivida en su corta historia. Hasta el momento, había dedicado todos sus esfuerzos a controlar la inflación, la bestia negra de cualquier banco central. Pero todo ha cambiado tras los bandazos provocados por una crisis de confianza que se originó en las hipotecas de alto riesgo estadounidenses. Estas turbulencias han generado un nuevo problema para las autoridades monetarias europeas, con el que no se habían enfrentado antes. El BCE camina ahora sobre una cuerda floja, llevando una barra de equilibrio en sus manos. A un lado de la barra carga con las presiones inflacionarias que otra vez recobran fuerza; al otro lado soporta la estabilidad de los mercados financieros, puesta en duda sólo recientemente. El equipo que preside Jean-Claude Trichet debe realizar un ejercicio de equilibrismo para no caer. Por debajo, le contemplan los inversores comidos por los nervios. Así, el BCE mantenía ayer los tipos de interés pese a que el fantasma de la inflación todavía le asusta. El BCE ha sentado de esta forma un saludable precedente. Ha demostrado la agilidad necesaria como para someterse a la voluntad de los mercados. Ha renunciado a su instinto más primario de fijarse en la inflación y ha probado que también puede escuchar y atender las necesidades del sistema financiero. Pero lo ha hecho con mucha cabeza, delimitando bien los dos objetivos, la inflación y el funcionamiento correcto del sistema financiero. Y recordando que el problema de fondo es el primero. Mientras perdure la incertidumbre, el BCE no adelantará ninguno de sus movimientos. Que no dé un paso en falso tranquilizará a los mercados. Y sólo cuando vuelva la calma podrá subir el precio del dinero. Hasta entonces, resultará más difícil interpretar por dónde pisa el Banco Central.