E l cruce de acusaciones entre el presidente del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, y la canciller Merkel es el signo más claro de las nubes que se ciernen sobre la moneda única. Escuchar al máximo responsable político del euro acusar de antieuropeísmo al país clave de la UE resulta realmente algo inédito. Tampoco es fácil decir quién tiene la razón. La propuesta de los eurobonos y de la agencia europea para la deuda es quizás utópica, pero no puede liquidarse sin reflexionar detenidamente sobre ella. Por otra parte, es comprensible la reacción negativa de los alemanes. A pesar de las dificultades en las subastas de los bund, Alemania sigue siendo el país que se financia con tipos más bajos. ¿Por qué iba a aceptar pagar más por sus emisiones, uniéndolas a las de los países menos solventes? Los bund siguen siendo un licor precioso, ¿quién se atrevería a reducir su valor, mezclándolo con otras bebidas fabricadas por los peores destiladores del continente? Sin embargo, Berlín tiene que tomar alguna decisión. Formar parte de la Unión Monetaria implica, evidentemente, responsabilidades. El coste de los eurobonos será siempre infinitamente inferior al que Alemania corre el riesgo de pagar periódicamente para salvar a los Estados canallas de la UE. La alternativa de hacerlos quebrar, aun siendo legítima, parece impensable. Como afirmaba en Il Sole 24 Ore Jamie Dimon, el consejero delegado del grupo JP Morgan Chase, la quiebra de los Estados terminaría por arrastrar a los prin- cipales bancos del continente, comenzando por los alemanes, que se han arriesgado mucho comprando títulos de esos países. Lo cierto es que, como escribe Thomas Steinfeld en el Süddeutsche Zeitung, el advenimiento de la crisis ha provocado un cambio fundamental en la percepción e, incluso, en la propia realidad de Europa". Desde sus orígenes, la Unión Europea se ha basado en enormes contradicciones. Las esperanzas de sus fundadores se tradujeron, a menudo, en un caminar difícil y extremadamente lento. Grandes innovaciones se fueron poniendo en marcha en un cuerpo frágil, creando un híbrido, un ser monstruoso y, sin embargo, capaz de volar, una especie de hipogrifo. El euro fue una de estas innovaciones. Un proyecto extra- ordinario, pero arriesgado. Una moneda única sin una economía única. ¿Es posible algo así? Lo fue mientras hubo un proyecto cultural, una idea de solidaridad y de comunión europea heredada de los padres de la Unión. Hoy, bajo los golpes de la crisis, se ha perdido dicha solidaridad, las afinidades culturales se han disipado y aparece, cada vez con mayor claridad, el riesgo económico del diseño de la moneda única. Se había proclamado: hagamos la moneda única y, tras ella, vendrá la confluencia entre las economías. Recuerdo largas discusiones con Jacques Delors en 1991-1992, cuando se comenzaba a abordar la hipótesis de una moneda única. Delors (y más modestamente yo mismo) sabíamos perfectamente que habría sido necesario que las diferentes naciones europeas aceptasen ceder soberanía a favor de una unificadora política monetaria y presupuestaria delegada en Bruselas. Pero también éramos conscientes de que, dado que la política no estaba madura para tal idea, la mejor solución era tomar al toro por los cuernos y adoptar la moneda única, con la convicción de que la política seguiría la senda trazada y que los Estados se verían obligados a hacer converger sus políticas monetarias y fiscales. Estábamos equivocados, porque no se ha verificado convergencia alguna. Más aún, algunos indicadores, como el de la productividad, muestran que se han ampliado las distancias iniciales. Por todo esto considero que, hoy en día, son realmente escasas las posibilidades de que el euro siga siendo la moneda única de países con comportamientos tan diferentes de Alemania como los del Club Med. Pero estoy de acuerdo con The Economist en no dejar morir el euro, porque los costes de tal decisión serían mayores que los beneficios. Ahora bien, si éste es el objetivo, no podemos seguir bloqueándolo con planes de salvamento más o menos genéricos. Necesitamos realmente un drástico recorte en las deudas de muchos Estados soberanos, Italia incluida. Necesitamos reformas urgentes, comenzando por la de las pensiones y la del mercado laboral, sobre todo en los países en los que dichas reformas están más retrasadas. Y necesitamos proceder, sin subterfugios, a delegar la política fiscal de los Estados en una única entidad europea. Si queremos salvar el euro, no nos queda otra alternativa. De lo contrario, lo mejor que podemos hacer es prepararnos para pilotar un camino hacia la creación de dos euros: uno del Sur y otro del Norte. Para lo que queda de la industria periférica, ciertamente sería mucho mejor poder devaluar, sin seguir soñando, y aceptar sacrificios. Para evitar que esta salida sea demasiado paralizante para todos, incluso para las regiones meridionales, lo mejor sería que fuese la propia Alemania, como ha subrayado, entre otros, Luigi Zingales, la que tomase la iniciativa. ¿Son blasfemas estas consideraciones? Creo, más bien, que son realistas. Tanto más cuanto más irreal es la actitud de algunos ayatolás del euro, que sostienen que en el Tratado no existen cláusulas que permitan la salida del euro. Son los mercados, como una fuerza de gravedad, los que deciden qué es posible y qué no en el universo monetario. La sociedad, la realidad del siglo XXI es líquida. Los tratados erga omnes son cosa del pasado. Estaría bien que la política tomase buena nota de ello.