P or segunda vez desde nuestra incorporación al euro, la economía española ha sufrido dificultades derivadas de las malas, erróneas y torcidas políticas económicas e institucionales que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero lleva aplicando desde su llegada al poder en 2004. Y por segunda vez, al jefe del Ejecutivo le ha temblado el pulso a la hora de adoptar las medidas y reformas que nuestra economía lleva necesitando desde hace ocho años. No puede alegarse ignorancia o desconocimiento porque, me consta, contamos con una de las generaciones de economistas mejor formados y cualificados, que saben anteponer el análisis lógico de los problemas y necesidades a planteamientos ideológicos, cosa a la que se resisten nuestros políticos. De modo que puede tratarse de arrogancia o presunción, muy extendida en los socialismos de izquierdas y derechas, el creer que pueden manejarse al antojo del poder los inexistentes instrumentos y palancas de la economía, en una expresión mecanicista de los mercados. De ahí las teorías conspirativas que circulan sobre los recientes acontecimientos en forma de ataques planeados o tiranía de los mercados, como si éstos pudiesen conscientemente ponerse de acuerdo -son millones de individuos, incluso con ritmos de vida diferentes-, o como si las autoridades no tuviesen nada que ver ni con el origen y extensión de la crisis, ni con las fórmulas empleadas para afrontarla y sus consecuencias. Las medidas recién anunciadas -una vez más habrá que ver la diligencia en su aplicación- van en la dirección adecuada de reducir la intervención arbitraria del poder y establecer reglas correctas para que los agentes persigan sus objetivos de forma eficiente, pero son insuficientes o se quedan a medias. Ello sucede con las rebajas de fiscalidad a las pymes, la introducción (¡por fin!) de empresas privadas de colocación en los servicios públicos de empleo o el levantamiento de la obligatoriedad de adscripción a las Cámaras de Comercio. Pero, como ya ocurriera antes con las rebajas salariales de funcionarios y trabajadores públicos (anulada en parte con el aumento de las plantillas), la venta de una porción de Aena o Loterías del Estado son simples fórmulas de tapar déficit o deuda -los verdaderos problemas- con activos que desaparecerán. Y eso, cuando puedan considerarse activos, ya que -salvo el Prat, Barajas y tres más- la multitud de aeropuertos, empresas públicas (autonómicas y estatales), televisiones, organismos o departamentos, que son auténticos pozos sin fondo y un lastre para los contribuyentes suman tal dispendio que su simple venta o desaparición permitirían afrontar con más realismo los verdaderos problemas de nuestra economía.