L as cuentas públicas españolas están sujetas a numerosos retos de futuro, tanto en el corto plazo, causados por el alto déficit de las administraciones públicas, como en el largo plazo, causados por el envejecimiento de la población y el consiguiente aumento de los gastos en pensiones y sanidad. Por ejemplo, si no se reforma el sistema actual de pensiones, probablemente nos lleve a destinar algo más del 15 por ciento del PIB a su financiación para 2050. En estas circunstancias, cuadrar las cuentas públicas para mantener la solvencia de las Administraciones requerirá incrementar los impuestos o reducir el gasto. Cuando se enuncian estos retos de futuro, un argumento que se esgrime algunas veces, especialmente en el debate de las pensiones, es que un fuerte crecimiento de la productividad evitaría estos problemas. Desafortunadamente -y digo desafortunadamente, pues ya me gustaría no tener que pasar el mal rato del ajuste fiscal con los costes que esto siempre lleva-, este argumento peca de optimismo. En primer lugar, porque fiar la solvencia fiscal a una variable como la productividad, cuyo comportamiento nos desconcierta a todos, es peligroso. En las últimas décadas hemos observado subidas y caídas de la tasa de crecimiento de la productividad de las economías occidentales, y nuestras explicaciones de tales comportamientos son, cuanto menos, insatisfactorias. Una buena gestión de riesgos nos inclina claramente a descontar escenarios positivos, aunque probables, y a sobrepesar escenarios negativos. Ésta es la razón, a fin de cuentas, por la que llegamos pronto al aeropuerto: para evitar problemas inesperados. El esperar en la puerta de embarque diez minutos más, si al final todo va sobre ruedas, suele ser mejor que perder el avión por confiar en la suerte. En segundo lugar, porque el comportamiento de la productividad en España en los últimos tiempos ha sido malo. Por ejemplo, entre el primer trimestre de 2000 y el cuarto de 2007, la productividad del trabajo (PIB dividido por empleo) creció en España un total del 3,6 por ciento, es decir, prácticamente nada (la fuerte destrucción de empleo desde 2008 ha hecho que la productividad suba, en buena medida por efecto composición, por lo que es probablemente poco ilustrativo de crecimientos futuros). Es más, si tenemos en cuenta que la economía española acumuló mucho capital y que los trabajadores medios tenían más educación en 2007 que en 2000, una medida más fina de la productividad que los economistas llamamos productividad total de los factores cayó. Dado que en España no es previsible que acumulemos capital tan rápidamente como entre 2000-2007, y que la tasa de mejora de la educación media de los trabajadores tenderá a ralentizarse, la evolución de la productividad total de los factores es un dato muy preocupante. Y mientras muchos esperamos, quizás ingenuamente, que la próxima década sea más fructífera en términos de crecimientos de productividad (quizás como durante los años 1992-2000, cuando subió un 1,21 por ciento en tasa anual), la experiencia pasada nos ha de hacer, al menos, cautos. En tercer lugar porque los incrementos de productividad no son independientes de cómo se comporten las Administraciones Públicas. Aunque es importante reconocer que no entendemos bien la evolución de la productividad, los fuertes aumentos de impuestos necesarios para cuadrar las cuentas públicas en ausencia de reformas pueden perjudicar este crecimiento de la productividad. Por ejemplo, sabemos que los altos tipos impositivos sobre el trabajo, a igualdad de condiciones, tienen un fuerte impacto negativo sobre la acumulación de capital humano, es decir, el nivel de educación de las personas. En cuarto lugar, porque los avances en la productividad tienen muchos menos efectos beneficiosos sobre el gasto en pensiones que los que nos pudiésemos imaginar a primera vista. De hecho, el número que les citaba antes, de algo más del 15 por ciento del PIB destinado al gasto en pensiones, ya asume dos hipótesis muy optimistas. Primero, que la productividad crecerá el 1,5 por ciento anualmente. Es decir, que aumentará más de tres veces más rápido que entre 2000-2007. Segundo, la tasa de actividad alcanzará niveles (ajustados por diferencias demográficas) del 80 por ciento, iguales a los de Suecia, algo a lo que la economía española no se ha acercado nunca, y el desempleo caerá al 4 por ciento. La razón por la que el gasto en pensiones como porcentaje del PIB es menos sensible al crecimiento de la productividad es sencilla: un incremento más alto de la productividad significa sueldos más elevados y, con ellos, bases de cotización más altas y mayor devengo de pensiones futuras. Es decir, que buena parte de las ganancias para el sistema que se podría derivar del crecimiento adicional de la productividad se destina a pagos adicionales generados, precisamente, por ese aumento de la productividad (aunque hay ciertas ganancias netas derivadas del efecto en el peso relativo en el PIB de las pensiones de los ya jubilados, cuyas prestaciones no suben con la productividad, sino con el IPC). Es por ello que, al final, asumir un 1,5 por ciento de crecimiento de la productividad u otro número es menos importante de lo que parece. En quinto y último lugar, porque argumentar que un crecimiento de la productividad incrementa el pastel de la renta nacional, y que ello asegura que haya recursos para todos, obvia el concepto de coste de oportunidad, que es, quizás, el principio más básico e incontrovertible de la economía. Los recursos necesarios para pagar el gasto adicional tienen que ser recaudados con impuestos. Nos guste o no, todos los impuestos son distorsionantes, ya que cambian las decisiones de trabajo y estudio de las familias y las empresas. Por ejemplo, yo no cojo muchas clases extras que me ofrecen en la universidad porque, con mi tipo marginal de impuesto sobre la renta, no me compensa, mientras que a un tipo más bajo sí que las aceptaría. La preponderancia de la evidencia es que las considerables subidas de impuestos necesarias para cuadrar las cuentas públicas (recordemos, adicionales a los ya existentes) serán altamente distorsionantes y reducirán el bienestar de todos con respecto al caso en que se reforme el sistema de pensiones. Por todo ello, el crecimiento de la productividad no es la solución de nuestro problema de pensiones.